Este miércoles 18 de diciembre de 2024, el obispo nicaragüense Rolando José Álvarez, desterrado por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo y obligado a vivir como apátrida en Roma, celebró por primera vez una misa pública en España.
El escenario fue la parroquia Nuestra Señora de Las Huertas, en el municipio de Puebla de Los Infantes, Sevilla. Su presencia en el altar, después de meses de cautiverio y silencio, representó un símbolo de resiliencia y fe en medio de la intensa persecución religiosa que enfrenta actualmente la Iglesia católica en Nicaragua.
Álvarez, quien fue secuestrado por la Policía orteguista el 19 de agosto de 2022 en el Palacio Episcopal de Matagalpa, ofreció esta homilía en el marco de la víspera del centenario de la fundación canónica de la Diócesis de Matagalpa, un acontecimiento que el obispo calificó como “una fecha muy memorable”.
El Papa Francisco envía carta a Nicaragua y llama a la unidad y la oración
Durante el rito, el también administrador apostólico de la Diócesis de Estelí dedicó la ceremonia a la Virgen, diciendo: “En honor a nuestra Señora de los Dolores, en memoria de Nuestra Señora de la Esperanza… oramos por nuestra amada Nicaragua”.
La homilía tuvo un componente crucial: la lectura del mensaje que el papa Francisco envió a los fieles nicaragüenses el pasado 2 de diciembre de 2024. A través de esta carta pastoral, el Sumo Pontífice llamó a no perder la confianza en la Providencia divina, especialmente “en los momentos más difíciles”.
Con voz serena, el obispo Álvarez recordó las palabras del Papa: “No se olviden de la Providencia amorosa del Señor, que nos acompaña y es la única guía segura”. Este recordatorio resultó una respuesta contundente ante el contexto de represión que ha obligado a miembros de la Iglesia a salir del país, ha restringido sus libertades y violado sus derechos más fundamentales.
Álvarez pide oración por su amada Nicaragua
Monseñor Álvarez agradeció al obispo de Sevilla, José Ángel Saiz Meneses, por haber recibido a sus sacerdotes y seminaristas, y por las oraciones dedicadas a Nicaragua.
“Sigan orando por mí, por favor, y por mi amada Nicaragua”, imploró el obispo, evidenciando que su misión trasciende las fronteras nacionales.
A pesar de haber sido condenado —de manera arbitraria— a 26 años de prisión, despojado de su nacionalidad y de sus derechos ciudadanos, Álvarez mantiene una firme convicción en la fuerza de la fe y la solidaridad internacional.
La primera misa pública de monseñor Rolando Álvarez desde su exilio fue una poderosa señal. La Iglesia nicaragüense, aunque golpeada y dispersa, sigue de pie, elevando oraciones y mensajes de esperanza.
La imagen del obispo en el altar, recordando al pueblo nicaragüense y la palabra del Papa, es un eco de la resistencia moral frente a un régimen que insiste en sofocar la voz de los más críticos.
Mientras la dictadura Ortega-Murillo continúa su asedio, la fe encuentra nuevas trincheras y el testimonio de los desterrados se convierte en luz para una nación que, desde la distancia, sigue buscando la libertad.
Un régimen en guerra contra la Iglesia
La persecución sistemática del régimen Ortega-Murillo contra la Iglesia católica en Nicaragua ya tiene seis años. Desde las protestas de 2018 —calificadas por el oficialismo como un intento de “golpe de Estado”— las autoridades han incrementado el hostigamiento hacia líderes eclesiásticos y fieles.
En los últimos meses, se ha registrado el destierro de al menos 42 sacerdotes, cuatro obispos y varios seminaristas, el cierre de más de 1,500 instituciones vinculadas a la Iglesia y el deterioro absoluto de las relaciones diplomáticas con el Vaticano.
Obispo hondureño cuenta detalles de la expulsión de Monseñor Herrera
Los casos más recientes son los del padre Floriano Ceferino Vargas, párroco en Nueva Guinea, detenido y desterrado a Panamá el pasado 1 de diciembre de 2024. De igual manera, el obispo de Jinotega, monseñor Carlos Enrique Herrera y presidente de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN), fue expulsado a Guatemala en noviembre de este mismo año.
Estos hechos consolidan una política de Estado que, según defensores de derechos humanos, constituye “delitos de lesa humanidad”, ya que buscan eliminar la presencia moral y crítica de la Iglesia católica en la vida pública.