Por Julián Navarrete / ARTÍCULO 66
Guillermina López va al campo cuando se siente estresada. Se pone un pantalón grueso, una camisa de mangas largas y unas botas de hule. Antes de calzarse un sombrero se hace una moña en su cabello grueso y negro. Llena un bidón de agua y carga siempre un machete filoso.
Camina en la milpa donde siembra maíz y quequisque, matas de ayote o de yuca. Les habla a las plantas de cerca, porque eso fue lo que le enseñaron sus padres para que florezcan. Anda con calma y respira hondo para sentir el olor a tierra. El silencio del campo, dice, es lo que la tranquiliza, lo que la llena de paz.
El terreno está asentado en San Gerardo, una comarca de Los Chiles, en la provincia de Alajuela, a una media hora en auto de la frontera norte de Costa Rica. Amplios campos con siembras, rodeados de árboles que dan sombra a una carretera de tierra. Un paraje similar a lo profundo de Nueva Guinea, en el centro de Nicaragua, donde nació Guillermina López.
En estas tierras conoció hace poco más de un año a Víctor Díaz, un líder campesino de Nicaragua, que buscaba manos trabajadoras para iniciar un proyecto de producción agrícola para garantizar la alimentación de familias campesinas desplazadas a Costa Rica por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Se trataba de un proyecto de alquiler de tierras para siembra de cultivos para consumo propio y comercialización. Consiguieron un pequeño financiamiento con la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) de unos cuatro mil dólares y recibieron capacitaciones con otras organizaciones. Esto les ayudó para alquilar seis manzanas, comprar semillas y preparar la tierra. Fue un fondo que se acabó al cabo de tres meses, pero los impulsó para producir nuevas temporadas de siembras.
Un proyecto en ciernes inspirado en el que lleva adelante Francisca Ramírez, la lideresa del Movimiento Campesino que fundó una pequeña comunidad en Upala–- un cantón también de Alajuela, en la zona fronteriza con Nicaragua– para labrar la tierra y la crianza de animales: cerdos y vacas, con las que ahora produce lácteos.
En la comunidad de San Gerardo, las mujeres como Guillermina López, Marisela Zeas, entre otras jefas de familias– que ocultan sus nombres por temor al régimen Ortega-Murillo– de esta zona fronteriza con Nicaragua, fueron las que echaron andar el proyecto.
Campesinas nicaragüenses que tienen en común, desafortunadamente, ser despojadas de sus tierras en Nicaragua, o lo que es lo mismo: de su propia vida en el campo. Desprendidas de sus animales: las vacas de donde extraían la leche, el queso, la cuajada. Pero desde pequeñas se acostumbraron a tirar machete, sembrar maíz y frijoles– la alimentación elemental, dicen–, echar abono, ordeñar vacas, ensillar una bestia, tapiscar el maíz y arrancar el frijol.
“Trabajar en el campo me recuerda cuando era niña”, dice Guillermina López, de 56 años, y agrega: “desde Costa Rica me siento libre, pero la tierra me recuerda el ambiente de Nicaragua”.
Los campesinos que enfrentaron a Ortega
En la vieja cárcel El Chipote de Managua, un centro de detención históricamente conocido porque se cometen torturas contra los que estuvieron allí, Victor Díaz estuvo encarcelado durante ocho meses. En una celda pequeña, rodeado de cucarachas y chinches, fue sometido a largos interrogatorios y le daban comida descompuesta.
“Me golpearon cuando me capturaron”, dice Díaz, quien fue detenido el nueve de agosto de 2018 y liberado el cinco de abril de 2019. “En esas celdas no se sabe cuando es día y cuando es de noche”, agrega.
Para saber cómo Díaz fue detenido durante ese tiempo, hay que retroceder hasta junio de 2013, cuando el régimen de Daniel Ortega entregó una concesión al empresario chino, Wang Jing, para construir un Canal Interoceánico con el que partirían el país en dos para permitir el transporte de buques de última generación. Era un proyecto que prometía sacar a Nicaragua de la pobreza: 200 mil empleos vinculados a la obra, reducción de la pobreza general en 11.2% y la pobreza extrema a la mitad. Se abrirían carreras universitarias para trabajar en la construcción y se lograría que el 25% de la población saliera del empleo informal.
Cuando estudió el papel de la concesión, Víctor Díaz se puso alerta porque confirmó que la megaobra canalera ponía en peligro el medio ambiente, en especial el Lago Cocibolca, una de las reservas de agua potable más grandes de Centroamérica, y peor aún: lo amenazaba directamente a él y a su familia. El Canal atravesaría sus tierras y, por lo tanto, serían expropiadas, si acaso pagadas a precios bajos.
Víctor Díaz le contó a su esposa Marisela Zeas y a sus vecinos en San Miguelito, Río San Juan, donde vivían desde pequeños. Poco a poco se fueron conectando con otros grupos de campesinos que compartían la misma preocupación: el arrebato de sus tierras. Se organizaron alrededor del Movimiento Campesino por la Defensa de la Tierra, Lago y Soberanía, que incluía a otros líderes de diversas zonas de Nicaragua, como Francisca Ramírez, Medardo Mairena, Nemesio Mejía y Freddy Navas.
Campesinas y campesinos que encabezaron un movimiento nacional en contra del proyecto canalero. Con recursos propios– en caballos, bicicletas, motos, camionetas y camiones– se juntaban en comunidades para realizar más de 100 marchas en todo el país. En diferentes ocasiones fueron reprimidos, pero generaron la presión suficiente como para colaborar en frenar el proyecto. Otras de las razones del fracaso fue que el Canal nunca consiguió el millonario financiamiento y era inviable desde el punto de vista técnico, ambiental y comercial.
En 2018 ocurrió el estallido en Nicaragua que dejó más de 350 personas asesinadas. Como los campesinos ya tenían un tejido nacional se volvieron a organizar para solidarizarse con las víctimas. Colocaron bloqueos de carreteras o “tranques” en todo el país para presionar a Ortega, y esto los puso en la mirilla de los objetivos a abatir. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) registró al menos 20 campesinos asesinados durante las protestas.
Cientos huyeron por veredas hacia Costa Rica, muchos de ellos heridos. Otros, como Víctor Díaz fueron encarcelados. Mientras tanto, Marisela Zeas, con sus tres hijos pequeños, resistía los embates de ser familiar de un preso político, la marca que les da vía libre a los sandinistas para reprimir a los que no estén de acuerdo con sus acciones.
Marisela tiene 33 años. Es morena, pelo castaño, de hablar bajito, sonrisa tímida. Ella dice que cuando estaba embarazada de su niña, que ahora tiene cinco años, la amenazaron para que firmara la petición de la Ley que aprobaba la cadena perpetua en Nicaragua.
“Me dijeron los sandinistas que si yo no firmaba ese documento, iba a ser desterrada”, dice Marisela, quien también estaba “fichada” como opositora por participar en las marchas contra el Canal.
Luego, con Víctor fuera de la cárcel el asedio no disminuyó. La profesora de su hijo, de entonces siete años, era abiertamente sandinista. Y, como política de Estado impuesta sobre la educación pública, quería adoctrinar al pequeño. Marisela sacó al niño del colegio, y cuando ya no pudo resistir más el acoso contra su familia, todos juntos cruzaron por puntos ciegos a Costa Rica.
Llegaron en junio de 2021 sin prácticamente nada. Trabajaron en cortes de naranjas y de piñas, en horarios durísimos: desde las cinco de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Y pese al esfuerzo, algunos días no tenían comida para sus niños, y menos, para ellos. “Era durísimo, porque me levantaba a las tres de la mañana para cocinar y estar a las cinco de la mañana en los cortes”, dice Marisela.
Un año después, Marisela y Víctor recogieron un dinero para comprar un terreno en esta comarca de San Gerardo, y poco a poco “la hemos ido levantando”: paredes de cuartones de madera, divisiones para los cuartos, la cocina, y techo de zinc.
– ¿Qué pasó con sus tierras? –le pregunto a Marisela.
– Quedaron abandonadas… porque cuando sale uno, quedan las tierras abandonadas, porque la situación de Nicaragua es bastante dura– dice, y añade: –En Nicaragua vivíamos bien, porque teníamos nuestras vacas, caballos, chanchos, gallinas, chompipes, de todo, pero aquí ha sido bastante duro.
– ¿Se acostumbró a vivir aquí?
– Nos hemos adaptado… pero mi mayor deseo es regresar a Nicaragua, porque sí se extraña un montón.
En su casa hace un calor que agobia, con la sensación de estar en un sauna. Marisela calienta el agua para hacer un café. El niño de 12 años juega con una pelota de fútbol, mientras Víctor se recuesta en una hamaca. Las niñas más pequeñas, de nueve y cinco años de edad, andan descalzas en el piso de tierra.
La más pequeña se va donde están guardadas las mazorcas de la última cosecha. Agarra una y la muestra a todos en la sala.
El campamento de Upala
En Upala, a más de 60 kilómetros de Los Chiles, Francisca Ramírez, conocida como Doña Chica, se encuentra en el campamento que fundó, junto a 23 familias desde 2019. Cuando empezó eran pequeñas chozas de zinc y paredes de ripio, pero hoy en día las casas son de mitad concreto y mitad madera.
Según el medio Divergentes, se trata de una “hermandad campesina unida por dos cosas fundamentales: la tierra que trabajan y la insistencia por ‘organizarse’ para acabar con la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo”. Ese anhelo, “es el único pasaje para regresar a Nicaragua, donde sus fincas fueron confiscadas y la persecución política es la norma para ellos”.
Doña Chica, al igual que las mujeres de Los Chiles, se refugió en Costa Rica luego de que escapara de que la asesinaran durante las protestas en Nicaragua. Un simpatizante sandinista la quiso apuñalar, pero un joven la protegió. Entonces, en medio de una cacería policial, se fue a Costa Rica el 15 de septiembre de 2018.
En el campamento de Upala iniciaron cosechando frijol rojo, yuca y mazorcas de maíz que ayudaban a paliar el hambre de las familias. Sin embargo, después de cinco años, en este campamento existe una mayor producción agrícola y crianza de cerdos y vacas. Doña Chica inició este proyecto luego de gestionar 11 novillas con los organismos internacionales, Pan para el Mundo y Oxfam Intermón, según contó a Divergentes.
Ahora en el campamento cuentan con menos de 30 animales que les ha ayudado a comercializar lácteos: queso y crema. Sin embargo, el sueño es llegar a tener 100 vacas para “garantizar la seguridad alimentaria de las familias y la mejora de las viviendas”, dijo doña Chica.
Tienen montado una estación de ordeño y un pequeño cuarto para procesar el queso, descremar la leche y pasteurizar. Doña Chica es la que se encarga de la venta de lácteos en San José. Por ahora es una pequeña industria, pero sueña en grande, en la medida de que las vacas se reproduzcan.
Hijas del maíz
Mediodía en la finca de San Gerardo, Los Chiles. Si se mira desde el cielo– con un dron, por ejemplo– la milpa brilla con la fiereza del sol a esta hora. Abajo, dos mujeres recolectan el maíz, con una velocidad automática. La temperatura es de unos 34 grados centígrados, apenas se mueven las hojas de los árboles. Si se quiere mirar más profundo el bochorno provoca que la vista se enturbie.
Marisela Zeas acompaña a otra mujer– una señora de más de 60 años que no quiere dar su nombre por temor a represalias– a tapiscar lo último de la cosecha. “Las mejores mazorcas se las han robado”, dice la señora, mientras muestra algunas. “Por aquí hay unos drogos que caminan robando, se han metido a robar a mi casa, a mi huerta, todo roban”, agrega.
La señora llegó a esta comarca de Los Chiles hace un par de años, como la mayoría de estas familias, empujada por la represión de Ortega y Murillo. Le tocó dejar a sus animales, las vacas de donde sacaba la leche, la cuajada, la crema. “Yo a veces me aflijo porque todo se quedó allá, en Nicaragua”, dice. “Aquí, aunque uno quiere no puede tener animales porque no tiene terreno grande para tener un par de vacas pastando”, agrega.
En territorio extraño y sin conseguir trabajo, ni para ella ni para su marido, de más de 60 años también, encontró en el proyecto agrícola de San Gerardo una oportunidad para paliar la escasez de alimentos. “¿De qué íbamos a vivir? teníamos que buscar qué hacer”, se pregunta y responde al mismo tiempo.
Un informe de Acnur, publicado el 26 de febrero de este año, revela algunas cifras sobre la realidad de las familias nicaragüenses en Costa Rica: tres de cada 10 nicaragüenses viven en pobreza total; la tasa de desempleo es del 7.5% y el 44.7% trabaja de manera informal.
El proyecto en Los Chiles arrancó con cinco familias, encabezadas por mujeres, para alquilar unas seis manzanas. Luego alquilaron dos manzanas más, y luego otras tres. Actualmente ya alquilan 11 manzanas donde trabajan 14 familias.
Recibieron capacitaciones de la Fundación Omar Dengo (FOD) sobre pequeños emprendimientos, y fue así que definieron los cultivos que iban a producir: maíz y frijoles, “porque es lo más sencillo, lo más accesible y lo más rápido para resolver la crisis de nosotros”, dice Marisela, y explica que son los productos que requieren menos requisitos y regulaciones estatales y pagos de impuestos.
Otra de las razones es que sembrar maíz y frijoles era lo que sabían hacer casi todas desde pequeñas, en las fincas de sus padres en Nicaragua. Descartaron, por ejemplo, cosechar yuca, porque en esta zona ya se producían en abundancia y los locales ya dominan el mercado. “Uno tiene que jugar con todas estas partes, y no entrar en competencia con los que ya están cómodos y ya tienen canales de mercado”, dice Marisela.
Con el maíz abrieron ventas en dos vías: elotes –mazorca tierna– a un comercializador de Heredia, y de guate a locales. En el caso de los frijoles, la mitad de la última cosecha se echó a perder con el invierno, pero es un producto que tiene potencial, porque no es muy común en esta zona. “Aquí va a haber escasez de frijoles, porque nadie cultivó nada, y los que tenían, se perdieron con la lluvia”, dice la señora que no quiere dar su nombre.
Con estas siembras, el objetivo es al menos tener un poco de alimentos en sus mesas, o vender para comprar otros productos o pagar servicios. Sin imaginarlo, las mujeres campesinas desplazadas de Nicaragua contribuyen a la producción de maíz para consumo de los costarricenses.
La postal me recuerda la canción “Somos hijos del maíz”, de Luis Enrique Mejía Godoy: el maíz, desde siempre, como alimento del pueblo. Maíz para sobrevivir, como lo hicieron los abuelos. Maíz en la patria que crece. Manos nicaragüenses que les arrebataron el pan en Nicaragua y siembran maíz nuevo en Costa Rica. Dos países a través de una mazorca.
Los “bizcochos” de doña Guillermina
En el patio de su casa, Guillermina López desgrana el maíz de la última cosecha. Sentada, en medio de un bajareque, inicia la tarea que le tomará media tarde. Antes, encendió y atizó las leñas para calentar el horno en el que hará “bizcochos”, como le dicen en Costa Rica a las “cosas de horno”, a base de maíz que se hacen en Nicaragua.
Guillermina ya había vivido en Costa Rica, a inicios de los años 2000. Incluso, sus hijas, que ahora son mayores de edad, nacieron aquí. Durante un tiempo Guillermina regresó a Nicaragua. Pero luego de las protestas de 2018, le tocó huir de nuevo a Costa Rica. De ahí es que se dirija a las personas de “usted” y no de vos, como en Nicaragua, o le diga “caldo” a la sopa, o “pulsear” para referirse al esfuerzo.
“Creo que Nicaragua ya no es mi mundo”, dice, y agrega que se quedará en este país, porque sus hijas ya se están estabilizando y en Nicaragua sólo quedan sus padres y algunos familiares.
Cerca de Guillermina está un perro echado, mitigando el sopor de la tarde. Se escuchan los gritos y el murmullo de un juego de fútbol, en un campo contiguo a su casa. Detrás de ella hay un montículo de mazorcas que todavía le falta aporrear y empacar para no desperdiciar los granos. “Yo he vendido maíz para comprar comida y darle de comer a los animalitos”, dice, mientras lanza unos cuantos granos a unas gallinas con sus pollitos.
– ¿Hay algo que no le guste de este proyecto? –-le pregunto.
– A veces las personas no son parejas, no quieren igualdad… Hubo dificultades en la cosecha anterior porque algunos querían agarrar más que otros– dice, y cuenta que son algunos los que no les gusta trabajar o aportar, pero quieren beneficiarse de los cultivos, pero que ellos mismos se han distanciado o separado, y que ahora sólo quedan manos que quieren “pulsearla”.
Manos para sembrar, para labrar; para volver a sembrar, fumigar, tapiscar, desgranar y almacenar. Así, cada año.
Guillermina es una señora enérgica. Dice que se acuesta a las ocho de la noche y se levanta poco después de las tres de la mañana. Le gusta mantener su casa “limpia y ordenada”, y si puede acomodar todo de nuevo, lo hace. Todas las noches le da gracias a Dios y a sus padres porque “me ayudaron a ser alguien”, porque estar sin hacer nada “me enferma”.
Le gusta ir al campo a sembrar, tapiscar el maíz, arrancar los frijoles, pero no le gusta chapear la tierra, porque le duele la columna. Andar en el campo le recuerda a Nicaragua, la hace sentir libre, dice. Porque si quiere hacer una buena sopa– o “caldo”– sólo agarra un machete para cortar leña o una mata de yuca.
Por eso es que cuando se siente estresada o triste vuelve al campo. Anda por las siembra un rato o durante horas. Cuando regresa a su casa lleva en sus manos un elote o alguna otra mata que sembró, y eso la hace sentir aliviada, tranquila, porque “es algo que lo sembré con amor y con amor se va a cosechar”.
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