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La vida oscura de Rosario Murillo: de la sombra al poder absoluto en Nicaragua

La trayectoria política de Rosario Murillo se inicia en 1969, cuando se integra al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como una joven activista

Esta composición fotográfica muestra a Daniel Ortega y a su esposa Rosario Murillo en Managua (de izquierda a derecha) el 18 de febrero de 1995, el 16 de octubre de 1996, el 4 de diciembre de 2013 y el 19 de julio de 2015. AFP/NI

«Al recordar esa gesta que nos llenó a todos de coraje, pasaron décadas, pero ahí estaba Sandino y aquí está Sandino, y al recordar la traición sabemos que nos toca defender la paz frente a todos los traidores y cobardes que ahí están, solo que gracias a Dios, en otro mundo que no es el mundo mejor, y que no es el mundo sublime, no, el mundo de la iniquidad» dijo Murillo el pasado junio en un medio de su propiedad.

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Rosario Murillo, la figura que hoy encarna el poder absoluto en Nicaragua junto a su esposo Daniel Ortega, ha construido una narrativa pública de devoción revolucionaria y misticismo personal. Sin embargo, un examen detallado de su trayectoria revela contradicciones profundas entre esta imagen oficial y las acciones documentadas, marcadas por tragedias familiares, decisiones oportunistas y una progresiva concentración de poder que ha erosionado las instituciones democráticas.

Este análisis desentraña sus años previos a 2007, exponiendo antecedentes ocultos como su rol en el sandinismo inicial, posibles vínculos empresariales opacos y elecciones políticas en la clandestinidad que la posicionaron para un ascenso implacable. Vinculando su evolución a cambios sistémicos, se evidencia cómo su sombra ha facilitado la consolidación de un régimen autoritario, donde el poder ejecutivo ha absorbido controles independientes, desde la reforma constitucional hasta la purga de disidentes.

Orígenes en el sandinismo: de la clandestinidad a la consolidación personal (Años 80)

La trayectoria política de Rosario Murillo se inicia en 1969, cuando se integra al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como una joven activista, apenas dos años después de convertirse en madre adolescente a los 16 años. Su hija mayor, Zoilamérica, nació en 1967 de su relación con Jorge Narváez Parajón, un matrimonio forzado por su madre que duró solo dos años y terminó en separación.

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Esta etapa temprana, marcada por pérdidas personales, contrasta con la versión oficial de Murillo como una «revolucionaria inquebrantable»: en realidad, su vida familiar turbulenta —incluyendo la muerte de su hijo Anuar Joaquín en el terremoto de Managua de 1972 y la de su madre en un accidente vial en 1973— la impulsó hacia el activismo, pero también hacia intereses esotéricos que persisten en su retórica actual.

Durante los años 70, Murillo militó en el exilio, primero en Costa Rica, donde ayudó a fundar un movimiento de artistas opositores al régimen de Anastasio Somoza. En 1977, huyendo de la represión somocista, se exilió junto a su entonces pareja, Carlos Vicente «Quincho» Ibarra, un líder estudiantil del FSLN que presidía la Unión Nacional de Estudiantes (UNEN). Instalados en una casa segura con sus hijos —incluyendo Carlos Enrique, fruto de esa unión—, Murillo tomó una decisión trascendental: abandonó a Ibarra cuando Daniel Ortega, entonces en relación con la guerrillera Leticia Herrera, intervino.

Ordenado por el FSLN a un taller de cine, Ibarra regresó para encontrar su familia disuelta; Murillo había iniciado una relación con Ortega, priorizando alianzas políticas sobre lazos personales. Esta maniobra, documentada en testimonios familiares, ilustra una contradicción clave: mientras la narrativa oficial la pinta como leal al sandinismo, sus acciones revelan un cálculo oportunista que condenó a Ibarra al anonimato —a pesar de su prominencia inicial— y marginó a Herrera, cuya relación con Ortega terminó abruptamente, dejando un hijo (Camilo Ortega Herrera) en un puesto de bajo perfil en el Registro Público.

En los 80, con el triunfo de la Revolución Sandinista en 1979, Murillo asumió roles discretos pero influyentes en la Dirección Nacional del FSLN, dirigiendo políticas culturales y sociales. Sin embargo, decisiones controvertidas emergieron durante este período, participó en la confiscación de propiedades de su propio padre, Teódulo Molina, un acaudalado agricultor de algodón, expropiando más de 90 manzanas de tierra en Niquinohomo.

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Esta acción, ejecutada bajo el gobierno sandinista, contradice su imagen de hija devota; Molina, quien la había enviado a estudiar en Europa, cayó en depresión y murió de un derrame cerebral el 26 de febrero de 1996, culpando públicamente a su «hija consentida» y yerno. Además, testimonios de su hija Zoilamérica —quien en 1998 denunció abusos sexuales por parte de Ortega, presenciados por la tía Violeta durante el exilio en Costa Rica— sugieren que Murillo encubrió los hechos, amenazando a familiares para silenciarlos. Estos eventos, ocurridos en la clandestinidad y transición, moldearon su ascenso: el sandinismo inicial le proporcionó redes, pero sus decisiones personales erosionaron lazos familiares, aislando a sus hermanas (Lorena, Violeta y María de Lourdes) por más de 30 años y cuestionando su compromiso ético más allá del poder.

Vínculos empresariales en esta era son opacos, pero reportes indican que Murillo aprovechó su posición para influir en redes culturales, posiblemente extendiéndose a iniciativas económicas ligadas al FSLN, como la apertura de relaciones con Venezuela en los 2000s. Estas alianzas, forjadas en la clandestinidad, sentaron bases para su invisibilidad estratégica posterior.

La transición democrática y el bajo perfil (Años 90 y 2000)

Tras la derrota electoral del FSLN en 1990, Murillo entró en una fase de relativa invisibilidad, manteniéndose en la Dirección Nacional del partido pero sin cargos públicos prominentes hasta 2007. Esta «sombra» contrasta con su actual omnipresencia: mientras Ortega lideraba la oposición, Murillo operaba tras bambalinas, consolidando influencia en políticas sociales y culturales. En los 90, enfrentó escrutinios personales, como la denuncia de Zoilamérica en 1998, que expuso tensiones familiares y alegados encubrimientos, pero Murillo evadió responsabilidad pública, enfocándose en reorganizar el FSLN post-derrota.

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En los 2000s, su rol se volvió más visible en la oposición, pero aún discreto: cofundó movimientos de mujeres vinculados al régimen, silenciando disidencias internas y preparando el terreno para el retorno de Ortega. En 1990, Murillo expresó públicamente no querer «volver a salir en la foto al lado de Daniel Ortega» (diario El País), según testimonios contemporáneos, pero para 2006 ya era su incondicional aliada en la campaña presidencial. Esta invisibilidad permitió acumular poder sin escrutinio, vinculándose a cambios institucionales como la erosión de la separación de poderes a través de pactos con liberales, que facilitaron reformas electorales en 2000 para bajar el umbral de victoria presidencial al 35%. Sus decisiones en esta transición —como marginar a exaliados sandinistas— revelan un patrón de purgas incipientes, preparando su ascenso.

Algunos reportes documentan su influencia en redes económicas ligadas a Venezuela desde 2004-2008, a través de antiguos aliados como el exalcalde de Managua, Dionisio Marenco, aunque sin evidencia directa de empresas personales, sugiriendo un enfoque más de control político.

Consolidación de poder: de primera dama a «copresidenta» en un régimen absolutista

Con el retorno de Ortega al poder en enero de 2007, Murillo emergió de la sombra como primera dama, asumiendo control de políticas sociales y culturales, y para 2017 se convirtió en vicepresidenta.

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Esta consolidación coincide con cambios institucionales profundos: desde 2007, el régimen ha reformado la Constitución múltiples veces, extendiendo mandatos presidenciales de cinco a seis años en 2024 y creando la figura de «copresidenta» para Murillo, eliminando la separación de poderes y concentrando autoridad en la pareja.

El poder ejecutivo ha absorbido el judicial y legislativo, con purgas masivas de opositores, periodistas y exsandinistas desde 2018, intensificadas en 2025 con la «gran purga» de Murillo, decapitando al FSLN de rivales potenciales.

Mientras Murillo promueve una narrativa de «paz y amor» con simbolismo esotérico —antes pensaba que su hijo Juan Carlos «era la reencarnación de Sandino»—, sus acciones incluyen represión sistemática, como el cierre de espacios cívicos y vigilancia de disidentes desde 2007.

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Sanciones estadounidenses en 2018 la acusan de corrupción y abusos a derechos humanos, contrastando con su victimización pública ante «campañas injuriosas». Su ascenso ha facilitado un control vertical: desde la rebelión de 2018, ha expandido fuerzas policiales a más de 76,800 efectivos (incluyendo voluntarios), cambiando el equilibrio de poder y exiliando a antiguos aliados. Hoy, Murillo no solo es codictadora, sino la fuerza detrás de un régimen dinástico, donde su «guillotina» cae sobre cualquiera, consolidando una monarquía de facto que vincula su trayectoria personal a la destrucción de controles democráticos.

Autor
Nicaragua Investiga

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