Cuando voté por primera vez, en las elecciones municipales de mi pueblo, mi voto fue nulo. Yo lo anulé para no darle gusto de anularlo al gobierno. El resultado fue el mismo en ambos casos, pero esto no debería desanimarnos ante el voto como concepto. Yo no creía en esas elecciones. Como la de muchos, mi falta de compromiso era producto de haber sido alienado del proceso político por una casta de viejos aún soñando con asaltos criminales pintados de heroísmo.
Lo cierto es que, aunque sigo siendo escéptico de la gobernanza republicana en general, y del gobierno actual en específico, la idea del voto me parece necesaria, aunque no del modo al que estamos acostumbrados. La idea tradicional de dejar caer la boleta en la urna tiene su mérito en los países donde la estructura de poder realmente permite que las elecciones tengan impacto, pero donde tal impacto lo amortigua un monolito oligárquico, ahí se tiene que pensar más allá de la urna, más allá de la alcaldía, más allá de la misma Asamblea nacional.
Al encontrarnos superados por las instituciones en las que depositamos nuestra confianza colectivamente, es tarea nuestra construir instituciones paralelas, construir comunidades paralelas, y votar como grupo más que como individuos desconectados. Esta clase de voto es abstracta, ciertamente más difícil de lograr, pero una vez que se organiza una comunidad fuera del Estado, facciones más poderosas podrán notar la oportunidad y conformarse como tutelares de esta, llevándola así a convertirse en un Estado dentro del Estado, y luego como el Estado mismo.
Así se han reducido las campañas electorales de Daniel Ortega con el paso del tiempo
Esta fue la estrategia del sandinismo: organizaron un movimiento, buscaron patrocinio extranjero y local, se aliaron tácitamente con las élites conservadoras opuestas al gobierno somocista, y una vez este colapsó, ningunearon a las élites, se apropiaron de sus posesiones, y les volvieron irrelevantes hasta que el desgaste de la guerra les debilitó (pero no les venció).
Si bien muchos opositores puedan pensar que estamos en el segundo estadío del proceso, en realidad no hemos ni empezado. La prueba es que se habla de ir a las urnas sin haber asegurado quién contará los votos, sin haber construido un contrapeso en el caso (más que seguro) de que haya adulteración del proceso por parte del gobierno. Honestamente no sé qué esperan quienes buscan una campaña electoral estando como están las cosas. Quiero pensar que se trata de inocencia y no de malos motivos.
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Si en verdad nos importa el principio democrático, o el bienestar del pueblo nicaragüense independientemente de la forma de su Estado, no podemos depositar nuestra confianza en quienes han ilegalizado el modo convenido de expresión popular de nuestra república. Aunque yo iría más lejos. Me atrevo a cuestionar si el modelo al que estamos acostumbrados, con su aparente proclividad al gobierno disfuncional, no necesita una reforma que lo haga más robusto, o que le descarte en nombre de una forma nueva, mejor, más sana, más nuestra, con mayores propósitos, no susceptible a embestidas de inescrupulosos y cipayos.
En tal caso, tendríamos que votar para dejar de votar del modo en que nos enseñaron que se vota; pensar fuera de la caja, porque la caja nos odia, nos quiere muertos; y así genuinamente revolucionar el Estado para romper con el ciclo de gobiernos caóticos que arrastramos desde nuestra fundación.
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