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¿Qué está pasando en Honduras y por qué se habla de un «efecto Bukele»?

Elementos de la Policía Militar de Orden Público (PMOP) hacen guardia en el exterior de la Penitenciaría Nacional "Francisco Morazán". Archivos/NI

En una muestra de fuerza, el gobierno de Honduras puso en marcha un operativo diseñado para reducir la influencia de las bandas criminales, los mayores responsables de la ola de inseguridad y violencia que sufre el país centroamericano.

Esta estrategia de «mano dura» contra el crimen en Honduras comparte muchos elementos en común con el enfoque del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en su publicitada «Guerra contra las Pandillas».

En Honduras, la muerte a finales de junio de 23 personas en menos de 24 horas, apenas cinco días después del fallecimiento de 46 reclusas tras una reyerta entre maras rivales en una cárcel de mujeres, empujó a la presidenta Xiomara Castro a repensar su promesa de desmilitarización y a dar luz verde a una operación policial militar para recuperar el control de las prisiones y tratar de contener a las pandillas.

Allanamientos, toques de queda, revisiones exhaustivas en las prisiones, investigaciones en busca de funcionarios corruptos e incautaciones de armas y municiones forman parte de las «medidas drásticas» de Castro para controlar la situación, una reacción que analistas y activistas achacan al «efecto Bukele».

“Iniciamos actividades para que las cárceles dejen de ser escuelas del crimen y romper el ciclo con el crimen organizado”, advirtió en Twitter el secretario de Estado de Defensa Nacional de ese país, José Manuel Zelaya, junto a fotografías de reos hacinados rodeados de efectivos de la Policía Militar hondureña.

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Esta imagen recuerda a las publicadas por el gobierno de El Salvador como parte de su estrategia contra las pandillas.

Crimen organizado en el Triángulo Norte

Gran parte del territorio de Honduras, al igual que en los vecinos El Salvador y Guatemala, está dominado por pandillas o maras, organizaciones altamente jerárquicas con vínculos trasnacionales, funcionamiento descentralizado y gran capacidad jurisdiccional, indica un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Las rivales Mara Salvatrucha (MS-13) y la Mara 18 (M-18), también conocida como Barrio 18 (B-18) son los dos grupos con mayor presencia en los países del Triángulo Norte centroamericano, donde a menudo son vistos como una alternativa de sobrevivencia económica y protección en contextos altamente violentos.

Las cifras de integrantes de pandillas en la región varían de una fuente a otra, con estimados que van desde cerca de 70.000 hasta medio millón. De acuerdo con datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en Honduras el índice de miembros del crimen organizado estaría en torno a 149 por cada 100.000 habitantes.

La CIDH menciona una larga lista de «crímenes transnacionales atribuibles a las maras», entre ellos el tráfico y trata de personas, narcotráfico, tráfico de armas y uranio, contrabando, cibercrimen, minería ilegal, falsificación, pornografía infantil y explotación sexual de menores y adultos, extorsión, secuestro, fraude y el lavado de dinero.

¿Por qué se llegó a este punto en Honduras?

En Honduras, aunque están presentes desde la década de 1990, la M-13 y el B-18 comenzaron a hacerse sentir con mucha más fuerza en las dos últimas décadas, en ocasiones como socios locales de bandas trasnacionales poderosas.

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El resto de las pandillas que operan en la nación hondureña se diferencian en tres categorías: “derivados» , milicias y “barras bravas”, según el informe de la CIDH.

“Los grupos criminales en Honduras no se limitan solo a la Mara Salvatrucha y Barrio 18 sino que también hay redes de narcotráfico muy marcadas, y otras redes de delincuencia común que en ocasiones se han hecho pasar por pandillas para potenciar sus amenazas”, dijo a la Voz de América el antropólogo Juan Martínez d’Aubuisson.

Mujeres en las maras

Aunque las pandillas son organizaciones eminentemente masculinas, la presencia de las mujeres ha ido en aumento. En Honduras, se estimaba en 2007 que la participación femenina en maras y pandillas alcanzaba entre un 20 y 40 %.

Investigaciones más recientes advierten de un incremento de hasta un 44 %, e incluso células integradas prácticamente por la misma cantidad de hombres y mujeres.

Mientras que muchas son reclutadas de manera forzosa, otras mujeres se unen de manera voluntaria buscando protección, recursos y reconocimiento, en un contexto social marcado por la pobreza, la discriminación y la violencia de género.

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En el narcotráfico, sus roles suelen ser secundarios e incluyen el narcomenudeo (tráfico de droga en pequeñas cantidades) y transportes locales. También actúan como vigías, “cocineras” de droga, reclutadoras en la trata de personas y logísticas en el tráfico de migrantes.

En Honduras, desde 2002 hasta 2020, según el World Prison Brief Data, la población carcelaria femenina se multiplicó casi dos veces, aumentando de 614 a 1.193 mujeres encarceladas, debido mayormente a políticas de “mano dura” contra el crimen.

Las recientes acciones podrían favorecer un aumento en esta cifra, advierten organizaciones civiles.

Tomando una hoja del libro de Bukele en El Salvador, en diciembre de 2022 la presidenta Castro impuso un estado parcial de excepción y suspendió parte de las garantías constitucionales en hoy al menos 175 de los 298 municipios hondureños. El régimen, que comprende la capital Tegucigalpa y San Pedro Sula, dos de las ciudades más importantes; debía terminar este 5 de julio, pero fue extendido una vez más hasta el próximo agosto.

«Medidas drásticas»

Sin embargo, la violencia no ha hecho sino aumentar. A fines de junio, reclusas integrantes de Barrio 18 salieron de su área designada y atacaron a tiros y prendieron fuego a sus rivales de la MS-13, en unas de las peores tragedias carcelarias de los últimos años en el país, con un saldo de 46 fallecidas.

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Apenas días después, el 24 de junio, fueron asesinadas unas 13 personas, entre ellas una madre y su hijo, durante una fiesta de cumpleaños en la localidad de Choloma. Los responsables habrían sido un grupo de hombres armados que entró al lugar de la celebración y abrió fuego contra los presentes.

Poco después de esta masacre, se reportaron otros 8 muertos en diferentes zonas del país en menos de 24 horas, lo que llevó a Xiomara Castro a decretar un toque de queda nocturno en Choloma y San Pedro Sula durante 15 días prorrogables.

Poco después de la noticia del suceso en la penitenciaría femenina CEFAS, muy cerca de Tegucigalpa, Castro aseguró en Twitter que estaba «conmocionada» por lo que llamó «monstruoso asesinato de mujeres (…) planificado por maras a vista y paciencia de autoridades de seguridad».

«Convoco a rendir cuentas al Ministro de Seguridad y la presidenta de la Comisión Interventora. ¡Tomaré medidas drásticas !», prometía la presidenta, quien poco después destituyó al titular.

Presionada por diferentes sectores del país a actuar y demostrar «mano dura» contra el crimen, Castro anunció la operación “Candado Valle de Sula” que incluyó «múltiples operativos, allanamientos, capturas, y retenes», junto al toque de queda.

Además, bajo el operativo «Fe y Esperanza» la policía militar tomó las cárceles, donde incautaron droga, municiones, armas de grueso calibre, cargadores, teléfonos móviles y satelitales, explosivos caseros y radios, confirmó el secretario de Estado de Defensa Nacional, José Manuel Zelaya, sobrino de la presidenta.

Xiomara Castro, «que llegó al poder promoviendo una agenda de derechos humanos, se comprometió a establecer una hoja de ruta para desmilitarizar la seguridad ciudadana», dijo a la Voz de América la directora para las Américas de Amnistía Internacional, Erika Guevara-Rosas.

«A pesar de los llamados de varios organismos internacionales, y de la documentación que hace creíbles casos de violación a los derechos humanos por parte de sus efectivos, la Policía Militar no ha salido de las calles y ahora son parte central de las políticas repetitivas de seguridad, que no solo emulan el enfoque bukelista, sino también los enfoques fallidos del gobierno pasado de Juan Orlando Hernández», precisó la abogada de DDHH.

Guevara-Rosas apuntó que el expresidente hondureño (2014-2022) enfrenta a la justicia en EEUU «por graves acusaciones de tráfico de drogas y armas, corrupción y el uso de las fuerzas de seguridad públicas para apoyar a organizaciones criminales».

Dos países, un mismo gran problema

El Salvador y Honduras, dos países vecinos asediados durante décadas por el crimen organizado, han recurrido al mismo recurso de instaurar regímenes de excepción, aunque los resultados han sido diferentes: mientras El Salvador presume de haber sacado de los barrios a las pandillas, en Honduras, el gobierno reconoce, entre líneas, que la estrategia aún no le ha dado resultados.

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La actual ola de violencia en Honduras es un escenario que no se ve en El Salvador desde el 25, 26 y 27 de marzo del año pasado, cuando las pandillas asesinaron, en un fin de semana, a 87 civiles en distintas partes del país. Esto provocó el inicio del régimen de excepción que desde entonces ha llevado a las prisiones salvadoreñas a más de 60.000 personas.

Aunque ambos estén afectados por similares situaciones, hay diferencias muy marcadas en torno a la seguridad pública en las dos naciones centroamericanas.

En El Salvador, las pandillas eran hasta hace unos meses, las organizaciones que controlaban el espectro delictivo como los homicidios, las extorsiones, el narcomenudeo, el secuestro, entre otros. En Honduras este accionar no sólo se limita a las maras, sino que también existen otros actores.

Aunque haya otras aristas involucradas en el crimen organizado en ambos países, las pandillas han sido el enemigo común de ambos gobiernos. En El Salvador, por ejemplo, acabar con la influencia de la mara no ha sido una ambición reciente, sino una promesa largamente esperada.

Desde 2016 y por diversas razones, la tasa de homicidios en El Salvador comenzó a bajar. Hoy, con el efecto Nayib Bukele, esa baja ha sido mucho más marcada. De rondar una tasa de 60 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2016, la tasa de 2022 cerró en 7,8 homicidios. Un estudio de la organización International Crisis Group, atribuyó la reducción de un 60 % en los homicidios del 2019, primer año de gobierno de Bukele, a una decisión de las pandillas más que a un logro de las políticas gubernamentales.

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Asimismo, de acuerdo con investigaciones de la anterior fiscalía salvadoreña, y el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, el gobierno de Bukele pactó con pandillas desde un inicio, un acuerdo que se rompió en marzo de 2022 por razones hasta ahora no esclarecidas, lo que provocó una respuesta violenta de las pandillas días antes de que se instaurara el régimen de excepción.

Una nueva era en la seguridad en El Salvador

Una vez el gobierno de Bukele decide instaurar un régimen de excepción en el país, las pandillas que se hallaban enquistadas en los barrios, a merced de aumentar los homicidios cuando quisieran, comenzaron a perder terreno.

La Voz de América, y otros medios de comunicación locales e internacionales han recorrido algunos de esos barrios y constatado cómo, por primera vez, se puede hablar de una salida de gran parte de las pandillas de estas zonas. Un hecho también confirmado por investigadores como d’Aubuisson.

“Hay indicios importantes de que los líderes de pandillas han recibido beneficios (en esta guerra contra pandillas en El Salvador) No así la base social de la pandilla, es decir, los soldados de calle que han recibido una verdadera embestida”, agregó el antropólogo.

En El Salvador, esa medida se ha publicitado como guerra contra las pandillas, y la tendencia demostraría a que estas estructuras, que controlaban las redes de narcomenudeo y otros delitos, han sido desestructuradas en su mayoría.

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De igual manera, las encuestas de opinión pública revelan que la inseguridad en el país centroamericano dejó de ser el principal problema. En el más reciente informe del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), la economía, el desempleo y la falta de oportunidades son ahora los problemas más acuciantes entre los salvadoreños.

A pesar de la notable reducción en la inseguridad, el gobierno de Bukele insiste en que aún hay pandilleros escondidos y que el régimen continuará hasta que ese capítulo sea parte del pasado.

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La estrategia de Honduras en torno a la seguridad ha sido comparada con la de El Salvador porque ambos países han hecho de las pandillas el enemigo común, y del régimen de excepción la estrategia principal para combatirlas. Pero no todo comenzó así.

A pesar de las promesas de Xiomara Castro de dejar atrás el pasado de violencia heredado por los anteriores gobiernos, el 6 de diciembre de 2022 declaró un régimen de excepción con restricción de derechos constitucionales, igual que en El Salvador.

Sin embargo, los resultados no han sido tan notorios. La tasa de homicidios en Honduras bajó de 41,2 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2021, a 35,8 en 2022. Las masares recientes han hecho evidente que el problema está lejos de solucionarse. Pero, ¿por qué no ha dado los resultados esperados?

Para la fundación InSight Crime, dedicada al estudio de la criminalidad en Latinoamérica, el gobierno de Castro se ha enfocado solamente en las pandillas como única fuente de violencia, dejando de lado otros actores de peso en el espectro criminal. “Al cargar la culpa de la violencia en Honduras exclusivamente a las pandillas, el gobierno ignora la participación de otros actores, como las organizaciones narcotraficantes y las redes de corrupción”, analizó la fundación.

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Los clanes de narcotráfico como Los Cachiros, el Cártel del Atlántico y los Amador fueron redes con mucho poder en Honduras, y aunque la mayoría fueron desarticuladas, la droga sigue fluyendo. En 2021, las fuerzas armadas de Honduras decomisaron 25 toneladas de cocaína en todo el país, uno de los mayores golpes al narcotráfico. Según investigaciones de InSight Crime, los herederos de estos viejos cárteles son los que han tomado la batuta en el negocio y hoy en día sus tentáculos alcanzan a funcionarios, políticos y empresarios.

“Mientras se logró una disminución tanto de la tasa de homicidios como en el índice de impunidad, Honduras sigue con la segunda tasa de homicidios más alta de la región y 87 % de ellos quedaron en la impunidad en 2022”, reveló la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ), en un informe del Estado de País 2023.

Para Erika Guevara-Rosas, la de Bukele es una narrativa construida «sobre un falso dilema entre la seguridad y el respeto a los derechos humanos, una retórica peligrosa que hoy parece contagiarse en varios puntos de la región».

«La alta popularidad del gobierno de Bukele en El Salvador no es una carta blanca para que se sigan cometiendo violaciones a los derechos humanos; el régimen de excepción (…) parece ser una nueva forma de gobernar que pone en riesgo el estado de derechos y la sostenibilidad institucional», reafirmó a la VOA.

Esta manera de gobernar, «tiene un efecto devastador en el ejercicio de derechos, pues las instituciones autónomas encargadas de proteger los DDHH hoy están cooptadas por el gobierno».

«Gran preocupación» entre defensores de DDHH

Para Bukele y ahora para Xiomara Castro, la demostración de fuerza contra el crimen organizado parece ser la respuesta, sin embargo, cada vez más activistas de derechos humanos llaman la atención a la falta de «enfoque integral» de las políticas de “mano dura”, que fallan al no atender la raíz de problema.

Para la directora para las Américas de Amnistía Internacional, las causas recaen en el «abandono estatal de las comunidades, el empobrecimiento, las desigualdades y la impunidad, entre otros factores».

«En Amnistía Internacional vemos con gran preocupación como el gobierno de la presidenta Xiomara Castro en Honduras intenta emular políticas de seguridad punitivas para supuestamente enfrentar la violencia generada por el crimen organizado y las pandillas», indicó Guevara-Rosas a la VOA.

La abogada de DDHH insistió en que los estados de excepción prolongados han derivado en detenciones arbitrarias, malos tratos, discriminación, restricciones a la libertad de expresión, así como «torturas y crisis en el sistema penitenciario debido al enfoque de encarcelamiento masivo».

«No hay respuestas simples a graves problemas sistémicos. El tema de violencia generalizada y seguridad no se resuelve con políticas de ‘mano dura'», señaló la activista, que llamó la atención como «ejemplos devastadores del enfoque militarizado para atender la seguridad pública» continúan repitiéndose en la región.

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