Susana Marley Cunningham, conocida en su comunidad como Mamá Grande, extraña el río y la profunda calma que solo se encuentra en esos lugares que se esconden en las entrañas del bosque, donde el internet y la televisión no han podido penetrar para cambiar la vida de la gente.
A ese río iba junto a otras mujeres cuando tenían hambre, pescaban y luego encendían fogones, cocinaban y compartían. Sus cultivos complementaban el plato. Una ponía plátanos, otra los frijoles, otra el arroz. Nunca faltaba comida. A esa práctica en las comunidades miskitas se le llama “pana-pana”, y esconde un modelo de colectividad ancestral.
En Waspam, un municipio con población mayoritariamente indígena ubicado en el Caribe Norte de Nicaragua, quedó su hogar perdido.
Llegó a Costa Rica en diciembre de 2021. “Fue muy difícil tomar la decisión de dejar mi pueblo”, nos dice con nostalgia.
Cuando hablamos con ella, logramos entender por qué lo hizo, así como lo han hecho cientos de mujeres indígenas más que hoy tratan de asimilar el bullicio y el agitado ritmo de vida de una tierra extranjera.
La paz nunca llegó al Caribe
Nicaragua convulsionó en abril de 2018. Las noticias nacionales e internacionales daban cuenta de la extrema violencia con la que el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo contenían las protestas que iniciaron contra unas reformas a la seguridad social. Policías y paramilitares usaron, incluso, francotiradores contra la población.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos reporta al menos 355 víctimas mortales en el marco de estas protestas. También hay reportes de abusos sexuales, arrestos arbitrarios y torturas físicas y psicológicas.
Pero esa historia no era nueva para las comunidades indígenas del Caribe. Mama Grande es sobreviviente de la llamada “Navidad Roja”, un capítulo dramático para las poblaciones miskitas asentadas en las riberas del Río Coco.
Cuando el Frente Sandinista se hizo con el poder tras la caída de la dictadura somocista en 1979, tuvo problemas para entender el modo de vida de estos pueblos ancestrales, quiso imprimirles la esencia del Pacífico, incluso, alfabetizaban en español y no en sus lenguas nativas. Eso generó molestias entre los comunitarios. Después, la situación escaló a la violencia con la incursión del entonces Ejército Popular Sandinista.
Los sandinistas acusaban a estas comunidades de dar refugio y logística a milicianos de la llamada contrarrevolución, un grupo armado que luchaba contra el sandinismo cuando este empezó a mostrar signos de ser un régimen tan autoritario como el que se acababa de derrocar.
Más de 8 mil indígenas fueron desplazados forzosamente a otros asentamientos y cientos más fueron asesinados. Lo que obligó a algunos indígenas a alzarse en armas y unirse a la lucha de “la contra”.
Mama Grande cuenta, que, aunque a la salida del sandinismo en 1990 con el triunfo Violeta Barrios de Chamorro, se entregaron las armas y se firmó un acuerdo de paz, esta paz realmente nunca llegó.
“La resistencia indígena entregó las armas por la paz y todos esos acuerdos no se cumplieron, siguieron cazando uno por uno, asesinando a nuestros líderes”, relata.
El primer genocidio de Ortega: La Navidad Roja de los miskitos
Los nuevos invasores
Con la llegada al poder de Violeta Barrios y el sandinismo en la oposición se vivió un período de relativa calma, aunque bajo abandono estatal y una marginación que se volvió cotidiana.
Cuando Daniel Ortega retomó el poder en 2007, aquellos años de persecución y matanza también volvieron. De pronto, empezaron a llegar aquellos a quienes los indígenas llaman “terceros colonos”, un término que hace referencia a Cristóbal Colón, a quienes estos pueblos tienen como el primer invasor de sus tierras.
“Son personas paramilitares que han llegado a nuestros territorios a ocupar desde la violencia de las armas y a expulsar a nuestros comunitarios de sus propias tierras”, nos explica Tininiska Rivera, una mujer indígena también exiliada en Costa Rica desde finales de 2023.
Tininiska nos cuenta que en esas incursiones violentas estos “colonos”, “matan, violan a mujeres, y nadie dice nada”, luego cuando los comunitarios huyen, se toman sus tierras y las revenden para que grandes empresarios exploten la ganadería intensiva, la minería, la extracción maderera y de otros recursos.
“Ellos trabajan en coordinación con el Ejército”, denuncia Mama Grande. Ella afirma que esto grupos usan armas de guerra y que solo las fuerzas castrenses pueden tener acceso a este tipo de armamento, además, por más denuncias que se han interpuesto, nunca han hecho nada para desalojar a los colonos o para proteger a los comunitarios.
Organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Consejo de derechos humanos de la ONU se han pronunciado sobre estos hechos, el Estado de Nicaragua, no ha actuado para protegerlos.
De acuerdo con cifras del Centro de Asistencia Legal para los Pueblos Indígenas Calpi, al menos 70 indígenas han sido asesinados en la última década. Otras organizaciones defensoras de derechos humanos de los pueblos indígenas reportan el exilio de al menos 300 familias indígenas en los últimos años a causa de esta violencia.
Tininiska Rivera también nos cuenta las razones de su exilio. El régimen quería silenciar sus denuncias por el apresamiento de su padre, el líder miskito y exdiputado Brooklyn Rivera.
Rivera es dirigente de estas comunidades desde los años 80 y fue aliado del sandinismo por décadas, hasta que este reclamó por la invasión de colonos y la inacción del régimen. El 29 de septiembre de 2023 fue secuestrado en su casa en Puerto Cabezas, Caribe Norte. Hasta la fecha no han dado información sobre él y su familia no ha podido verlo y confirmar su estado de salud.
Tininiska fue requerida por la policía, temía ser apresada también y huyó a Costa Rica desde donde ha denunciado internacionalmente la situación de su padre.
Devorados por concesiones estatales
Las cosas empeoraron desde 2015. Para las comunidades indígenas es ese año cuando empieza la etapa más dura de lo que ya es calificado por muchos como un etnocidio. El régimen sandinista empezó a dar más concesiones mineras y madereras en esas zonas, aumentando la codicia de los terceros que acaparan las tierras y con ello, la violencia.
Un informe publicado por Fundación del río en 2022, revela que el régimen de Daniel Ortega tiene al menos el 23% del territorio nacional bajo concesión minera, las zonas más afectadas son precisamente áreas protegidas y territorios indígenas y afrodescendientes.
Un informe más reciente de la misma organización publicado en junio de 2024, confirma que el 75% del territorio nacional está deforestado. Desde que Ortega asumió el poder la industria forestal aumentó en un 80%. Hay 110 empresas forestales en el país y 116 aserríos, el 16% de estos se encuentran en el Caribe Norte, según el informe de la organización ambientalista.
La situación empeoró a partir de 2024. En solo seis meses, tres empresas chinas recibieron trece concesiones de exploración y explotación minera, más de 228 mil hectáreas, de nuevo, una gran parte de estas se encuentran en el Caribe, incluyendo Waspam, el municipio donde está ubicado el hogar de Mama Grande.
En total, el país tiene 159 concesiones mineras aprobadas a 45 empresas, según reveló el medio digital Confidencial.
“Ellos aparecen cuando tienen ubicado el territorio indígena que tiene más oro, donde hay más riqueza natural, como bosques, como minería, entonces ellos salen de noche y empiezan a rafaguear al pueblo”, relata Mama Grande.
La líder indígena lamenta el dolor de su pueblo. “Nuestro pueblo llora en silencio porque no quieren dejar sus tierras, sus bosques”, nos dice, pero asegura que las constantes agresiones y los traumas de los niños, así como la pérdida de sus tierras y sus cultivos, les han obligado a huir.
La mayoría lo hace hacia Honduras. Para lograrlo cruzan el río Coco o Wangki y caminan por semanas hasta llegar a Puerto Lempira. Otras personas que logran reunir un poco más de dinero se van a Costa Rica, pero aquí se encuentran con otra realidad difícil de sortear. Costa Rica es el tercer país más caro de Latinoamérica, de acuerdo con el reporte 2024 de Bloomberg.
Un país difícil
Betzy Johana Ramsim se soltó en llanto cuando nos contó sobre su exilio. Su hogar quedó en Corn Island, un lugar paradisíaco, que el régimen de Daniel Ortega promueve internacionalmente como uno de los más emblemáticos destinos turísticos del país, pero donde la violencia de los colonos también está obligando a su gente a huir.
Llegó hace seis meses a Costa Rica y la pasa muy mal. Está a pocos días de pagar la renta, 90 mil colones -178 dólares- por apenas un cuarto en precarias condiciones. No sabe cómo hacer, y dice estar desesperada. La dueña de la casa la ha amenazado con desalojarla.
“Son tiempos difíciles, hay cosas que contraigo en el corazón”, nos dice entre lágrimas.
Betzy afirma que lo más duro ha sido perder esas facilidades que tenían en sus comunidades colectivas en Nicaragua. Extraña el pana-pana.
“No es como en las comunidades que podés salir a rebuscártela y te ayudan, aquí nadie te voltea a ver (…) vivir con esa angustia de que el dueño del cuarto donde alquilás te va a cobrar”, describe como las cosas a las que más le ha costado adaptarse.
Pero pagar la renta no es su mayor angustia, sus dos hijos quedaron en Corn Island, incluyendo un bebé. No ha podido enviarles dinero para sus necesidades y eso la tiene depresiva.
Por otro lado, la barrera del idioma dificulta más el acceso a oportunidades laborales. Betzy no ha podido encontrar trabajo desde que llegó hace seis meses, porque nadie le entiende ni ella entiende a los demás. Solo en sus reuniones en casa de Mama Grande, con otras mujeres indígenas, pueden compartir el idioma miskito.
Yorolin Mena, de la comunidad de Saupuka, Río Coco, también en el Caribe Norte, tiene cuatro hijos. Dos vinieron con ella y otros dos se quedaron en Nicaragua. No tiene dinero para mandar a traerlos.
Ella comenta que no puede ayudar en sus tareas escolares a los dos hijos que vinieron con ella, no solo se trata del idioma, sino que ella misma no cursó estudios en Nicaragua, por lo que se siente impotente al no poder apoyar a sus niños.
El analfabestismo en las poblaciones indígenas es un problema creciente en Latinoamérica, y Nicaragua cuenta con una de las mayores tasas. Los datos más recientes son de 2005. Los publicó la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal): el 17.8% de los hombres indígenas de entre 15 a 24 años, y el 16% de mujeres indígenas en el mismo rango de edad no están escolarizados. El régimen tiene un silencio estadístico desde hace más de una década, por lo que se desconocen datos oficiales actualizados.
Para estas exiliadas indígenas no hay programas de inserción del Estado costarricense, tampoco organizaciones haciendo ese trabajo, aunque Mama Grande dice estar agradecida con una iniciativa cristiana que instaló un comedor comunal en La Carpio. Es gracias a eso que “aunque sea hacemos un tiempo de comida al día”, nos dice.
En Costa Rica sienten el mismo abandono estatal que en Nicaragua, aunque allá al menos tenían sus propias herramientas para sobrevivir, aquí “todo es preocupante”, dice la líder de esta comunidad.
De una violencia a otra
Yorolin está preocupada por sus dos hijos menores de edad que quedaron en Nicaragua y teme malas noticias, porque cada día hay reportes de nuevas invasiones y fechorías de los colonos.
“No nos podemos levantar, estamos desarmados y ellos tienen armas, están bien equipados, listos para matarte si alzas la voz”, comenta.
Pero esa violencia de la que huyó parece no haber terminado de desaparecer en Costa Rica. Ese es precisamente uno de los problemas más crecientes en este país. Entre el 1 de enero y el 15 de junio de 2024, se reportan al menos 400 homicidios, una media de casi tres por día, y en los barrios más pobres, como La Carpio, un asentamiento precario donde ella vive porque se encuentra una renta más barata, no se siente muy segura. Para ella sigue siendo bastante parecida a la realidad que quiso dejar atrás.
“Observo bastante uso de armas en los barrios. Nos pueden matar. Los sonidos de las balas no nos dejan dormir, pero Dios sabe cómo nos protege en este país”, nos dice con resignación.
Mama Grande, sigue siendo en Costa Rica la líder que fue en su natal Waspam. Las mujeres indígenas exiliadas aquí se reúnen en su casa, buscan apoyo y oportunidades laborales, recuerdan y viven sus raíces y sus costumbres mientras llega el día de volver a su hogar perdido.
“La verdad es que estamos resistiendo para que algún día podamos regresar a nuestras casas, a nuestras tierras, estar sembrando en paz, que nuestros hijos coman, que brinquen, que griten, pero ya van a estar en sus propias tierras indígenas, es muy difícil el exilio, muy difícil”, nos dice con tristeza.