La expresidente Violeta Barrios de Chamorro llegó al poder ante una Nicaragua devastada por la guerra, pero eso no detuvo su determinación. El 25 de abril de 1990, hace treinta y dos años exactos, Daniel Ortega y todo el sandinismo tuvieron que tragarse su orgullo, su retórica, y entre llantos entregaron el poder a una administración civil.
El gobierno de doña Violeta duraría hasta el 10 de enero de 1997 y sería la apertura de una década de gobierno ininterrumpido del Partido Liberal Constitucionalista (PLC), que bajo el mando de Arnoldo Alemán forjaría un pacto político con el sandinismo de Ortega, eventualmente regresándolo al poder.
El día que intentaron matar a Arnoldo Alemán
Doña Violeta pudo observar cómo Alemán y Ortega pactaron para acabar con la institucionalidad en Nicaragua. Acordemente, advirtió contra esto, casualmente otro 25 de abril, pero de 2006, cuando recibía la condecoración orden Rubén Darío en el grado de Gran Cruz de manos del presidente Enrique Bolaños.
«Ser un Presidente honesto y luchar contra la corrupción en Nicaragua no es una tarea fácil» señaló doña Violeta, aludiendo indirectamente a la lucha que el presidente Bolaños había iniciado en contra de las corruptelas del propio Arnoldo Alemán.
«Los enemigos del progreso siempre recurren a la violencia para someter a gobiernos electos por el voto popular» advirtió doña Violeta. «A mi me tocó resistir las más violentas asonadas, pero nunca me hicieron retroceder en la voluntad de defender la democracia y el bienestar de los ciudadanos».
Doña Violeta se refería a las constantes agitaciones que el Frente Sandinista organizaba contra su gobierno en su estrategia de «gobernar desde abajo» declarada poco antes de dejar el poder. Daniel Ortega, a la cabeza del partido entonces como ahora, no se detuvo con el gobierno de doña Violeta, sino que organizaba despliegues de violencia política, las llamadas «asonadas», ante cualquier gobierno liberal, incluso el de Arnoldo Alemán.
A pesar de esto, doña Violeta destacó que su gobierno dejó una Nicaragua «con plena libertad de prensa y expresión, sin censuras ni amenazas. La tolerancia a las críticas, incluso las más injustas y despiadadas, se convirtió en una política de Estado».
El gobierno de doña Violeta impulsó la independencia de los poderes del Estado y des-sandinizó a la Policía y al Ejército, subordinándolos al poder civil y profesionalizando a ambas instituciones. «Atrás quedó el Estado-Partido centralista y represor de la libertad individual» expresó doña Violeta.
Pero «desafortunadamente, muchos de esos avances democráticos se pusieron en riesgo durante el gobierno que me sucedió y se desaprovecharon grandes oportunidades». Aunque reconoció que la presidencia de Bolaños intentaba poner de nuevo en ese rumbo de institucionalidad que el suyo había tomado, las próximas elecciones probarían ser decisivas para el destino del país.
Entonces existía la posibilidad de que Ortega regresara al poder, faltando unos pocos meses para las elecciones. Doña Violeta confiaba en que, «así como en el 90 fuimos capaces de vencer el miedo para votar por la paz, la libertad, la democracia y el progreso económico… el pueblo derrotara otra vez al miedo, para consolidar la democracia».
«Nicaragua debe liberarse del secuestro de los pactos y apostar al futuro» concluyó tajantemente.
El rol combativo de la empresa privada en los años 80
Ese año, los frutos del pacto Ortega-Alemán maduraron y no hubo voluntad popular que sobrepasara la estructura corrupta de ese trato político. Ortega logró ganar la presidencia con 38% del voto pues había pactado con Alemán bajar el umbral de votos necesarios al 35%.
Luego de esa victoria, Ortega se apoderó del Estado, desmanteló la institucionalidad, cooptó el sistema electoral y ocupó todos los espacios políticos, directa o indirectamente. Ortega sigue en el poder junto a su familia, sobre todo Rosario Murillo, su vicepresidente.
Las advertencias de doña Violeta fueron vindicadas indudablemente con la escalada represiva de 2018. Pero a diferencia de Ortega, doña Violeta se retiró totalmente de la política y no tuvo más ambición que la de vivir en paz, aseguran los analistas.
A sus 92 años, ha visto a sus hijos Cristiana y Pedro Joaquín apresados por el régimen y a Carlos Fernando exiliado en Costa Rica. Su salud es delicada desde que en 2018 sufrió un «accidente cerebrovascular», pero aún vive y, ante todo, vive la memoria del proyecto que encabezó: una Nicaragua democrática y en paz.
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