Estados Unidos registra más de 20 mil expulsiones entre marzo y abril, cuando el COVID-19 aumentó en la región. El miedo al contagio convirtió en algunos casos el regreso de estos migrantes a sus comunidades de origen en un tenaz rechazo, mientras el drama de los que quedaron varados es palpable en la frontera de Guatemala y México.
Sofía Menchú y Ángeles Mariscal para Otras Miradas*
La campana de la comunidad guatemalteca de Santa Catarina Palopó repicó varias veces para convocar a la gente a la plaza aquel domingo 19 de abril. Eso sólo ocurre cuando hay una emergencia. Decenas de personas se juntaron antes de que el toque de queda fuera efectivo a las cuatro de la tarde, cuando se enteraron del retorno de un migrante deportado desde Estados Unidos.
A sus 19 años, Carlos Cumes pasó mes y medio en cuarentena en un centro de detención estadounidense. Allí le hicieron la prueba de COVID-19 que salió negativa y el propio Ministerio de Salud guatemalteco le certificó el resultado, pero el revuelo en el pueblo continuó ese domingo hasta las siete de la noche, cuando entró una ambulancia con él a la comunidad. Reinaba el miedo.
En el canal de televisión local, desde el cual se transmitió en directo la llegada de Cumes, se pudo ver a los bomberos vestidos con trajes plásticos, enormes lentes y mascarillas como si fuese aquella una película. Era el regreso del joven lanchero que salió, como miles cada año en Guatemala y Centroamérica, a buscar una mejor vida en suelo estadounidense.
Ahora es el retrato de otra realidad: el rechazo que están sufriendo en sus lugares de origen los deportados, que sumaron 20 mil 860 de distintas nacionalidades entre marzo y abril, según el gobierno estadounidense, justo cuando los casos de coronavirus aumentaron en la región. Al llegar a sus comunidades, en algunos casos fueron tratados como apestados.
“Él venía ya con sus papeles, pero las personas no se quedaron conformes, nos dijeron que nos iban a linchar igual a mi hermano y a toda la familia”, cuenta su hermano Juan Cumes. Al no poder llegar a su vivienda, la Policía lo trajo a la capital y lo llevaron a un hospital destinado para enfermos de COVID-19 y finalmente lo enviaron al centro médico de Sololá— en la cabecera departamental de Santa Catarina Palopó—donde debía finalizar la cuarentena.
Pasados quince días de aquel episodio, las cifras oficiales explican el miedo colectivo que generó Cumes. Según los datos reportados hasta inicios de mayo, 103 de un total de 630 casos positivos de coronavirus registrados en el país centroamericano correspondieron a migrantes. Así que esa tarde de abril, mientras el vehículo zigzagueaba para llegar a la casa de Cumes, algunos vecinos fueron a la vivienda del alcalde y otros protestaron frente a la municipalidad, porque querían que se prohibiera su ingreso a la localidad.
Escenas de repudio contra los migrantes se repitieron en Suchitepéquez. Las autoridades de esta comunidad, ubicada a 154 kilómetros de la capital del país centroamericano, negaron el siete de abril la entrada a dos personas que llegaron deportados desde México, pese a que también se les realizó la prueba médica y tampoco tenían síntomas, según Ana Lucía Gudiel, portavoz del Ministerio de Salud ocurrió con Cumes, los vecinos de estos nuevos deportados tampoco los dejaron ingresar. Fueron llevados a otro centro hospitalario, en la ciudad, para que ahí cumplieran su cuarentena.
La propuesta del gobierno del médico Alejandro Giammattei, en estos casos, ha sido ubicar a los migrantes en hospitales, hoteles o en albergues temporales para alejarlos del resto de la comunidad. Poco a poco, la pandemia se ha convertido en otro muro para los migrantes que ya enfrentaban férreas restricciones desde que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, asumió el gobierno en 2017.
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Según el director del Programa de Migración, Remesas y Desarrollo de Diálogo Interamericano, un centro de análisis que promueve la gobernabilidad democrática, la prosperidad y equidad social en América Latina, el nicaragüense Manuel Orozco, el 20 por ciento de la fuerza laboral en Estados Unidos son migrantes.
En los últimos años, la Casa Blanca ha promovido la política de “America First”, en la que la migración es vista como una amenaza. En pleno aumento de casos por la pandemia, el gobierno estadounidense modificó el 21 de marzo pasado el título 42 del código relativo a la Salud Pública y Bienestar Social, lo que permite ahora la expulsión de extranjeros a su último país de tránsito, dado el “riesgo que representan para la salud”.
Esa nueva reglamentación, sumada a otras medidas migratorias, permitió con la anuencia de países como México, Guatemala, El Salvador y Honduras la deportación masiva. A finales de abril, el gobierno norteamericano reconoció el contagio de 297 personas que se encontraban en los centros de detención, lo que se tradujo en preocupación para las comunidades de origen de los migrantes como muestra la historia de Cumes.
El impacto económico de la pandemia, que incluye a los migrantes y sus familias, es objeto del interés de los expertos de este tema en la región. Orozco, funcionario de Diálogo Interamericano y quien se radicó en Washington desde los años ochenta, explica en un documento sobre el impacto económico sobre las remesas, publicado el 24 de abril pasado, que la recuperación de los migrantes es crítica para el envío de remesas y el crecimiento económico de sus países de origen y de aquellos donde residen.
Para el especialista, el efecto económico de la pandemia tiene varias facetas: los costos del tratamiento médico, el efecto del desempleo que, según sus consideraciones, se refleja en una pérdida grande de puestos. Orozco estima que al menos el 13 por ciento “de la fuerza laboral migrante total de América Latina y el Caribe en los Estados Unidos perderá sus empleos”, lo que equivale a 3,009,365 millones de trabajadores.
Además, él considera que el impacto será drástico en las remesas, dado que el potencial del desempleo puede durar más de nueve meses desde marzo. “Una caída del 20 por ciento en las remesas se traduce en una disminución de 17 mil millones de dólares en las remesas no enviadas y de 4 a 5 millones de hogares que no reciben”, añadió.
De acuerdo con su visión, es importante tener en cuenta que los flujos hacia América Latina y el Caribe se originan en Estados Unidos (75 por ciento, 50 por ciento de las migraciones); la propia región (10 por ciento, 30 por ciento), mientras Europa y el resto del mundo equivalen al 15 o 20 por ciento.
Daniel Villafuerte, economista del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA), especializado también en el tema de la migración, dice en entrevista para este reportaje que, en el marco de la crisis provocada por el COVID-19, el escenario para los migrantes será más crítico.
“En los próximos meses, se reducirá el monto de las remesas familiares debido a la recesión en Estados Unidos; las medidas de control en las fronteras se endurecerán aún más; y la violencia en los países de origen tenderá a agudizarse debido a que la opción de dejar el terruño se verá más restringida”, lamenta Villafuerte.
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Quienes quedaron varados en la ruta del viaje a Estados Unidos viven ahora un momento más difícil que cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia el 11 de marzo. Hasta mediados de ese mes, era accesible llegar a algún punto de los 948 kilómetros de la frontera sur de México, con Guatemala y Belice, ya fuera para continuar rumbo al norte o a fin de regresar al país de origen.
Para finales de abril la situación dio un vuelco. En ese momento se podían contar con los dedos de las manos a las personas migrantes que podían hacer el camino de ida o vuelta. Desde marzo los países centroamericanos fueron cerrando sus fronteras como medidas para prevenir los contagios, a excepción de Nicaragua. Guatemala prohibió el tránsito de personas entre los distintos departamentos, y en la línea fronteriza con México, las garitas migratorias también fueron cerradas. A la par, el ejército guatemalteco realiza desde entonces rondines para “persuadir” a quien intenta entrar ilegalmente.
Los militares observan la frontera que conforma el río Suchiate, que tiene 161 kilómetros de longitud. Se centran en las balsas donde antes cruzaban migrantes, y ahora sólo transportan mercancía y a personas que viven en los poblados colindantes. Durante un recorrido, realizado para contar esta historia, se pudo encontrar a cuatro mujeres migrantes sentadas en una banca improvisada en interior del albergue “Jesús el Buen Pastor”, ubicado en la colonia popular de Tapachula. A su alrededor, niños y niñas corren, mientras algunos hombres juegan cartas para matar el tiempo. Otros sólo se sientan a mirar sus teléfonos. Hay dos ancianos. Antes del cierre de las fronteras, en este lugar hubo 800 personas y hoy son 250.
Hay cuartos y oficinas alrededor de un patio central. Son los migrantes quienes mantienen limpio. Aquí hay historias de historias. El 28 de abril entró un hombre procedente de Guatemala, uno de los pocos que han podido esquivar retenes y vigilancia. La encargada del lugar dice que llegó al refugio el mismo día que cruzó la frontera. Iba muy golpeado, huyendo de una situación de violencia que lo hizo arriesgarse en medio de tantas restricciones.
La mayoría no se identifica por completo cuando se les dice que es para una entrevista. Algunos aceptan sólo mencionar su nombre, excepto dos mujeres consultadas. Nolvia Maribel Flores, originaria de Honduras, es una. Ella atravesó la frontera a mediados de marzo, apenas dos días antes que cerraran los cruces; Jenny y Zoila llevan poco más de dos meses en el albergue, y Alma Iris Rugama Gónzalez, originaria de Nicaragua, dice que buscó refugio en este lugar desde agosto de 2019.
Hasta este sitio, a estas mujeres y al resto les llegan las malas noticias de sus comunidades de origen sobre el impacto del COVID-19. “Me dijo (mi hija): mira mami que ya hay más de 60 contagiados y no podemos salir a la calle”, relata Flores que, como los otros migrantes, vieron también cómo las restricciones se fueron endureciendo en México.
Zoila recuerda que un día les dijeron que iban a cerrar el albergue para evitar contagios. Muchos se fueron, pero a otros, como ellas, les permitieron quedarse porque no tenían adónde ir. Cada atardecer, todos se acomodan para dormir en colchonetas, en el piso, en literas, dónde se pueda.
Entre los problemas que tienen, ya comienza a escasear el alimento. Las donaciones disminuyeron, y, sin recursos suficientes para que compren su propia comida, es mayor la preocupación. Tienen miedo también al contagio. Las habitaciones no son tan espaciosas, como para mantener el distanciamiento social que recomiendan los expertos para evitar la propagación del virus.
El albergue es apenas una muestra de lo que viven. Otros migrantes van cada día hasta las oficinas del Instituto Nacional de Migración para evaluar su situación. Varios de ellos se aglomeran en estas oficinas estatales, pero les dicen que les enviarán la respuesta por correo electrónico. El sitio es siempre frecuentado por militares.
El guatemalteco Anderson Lima luce desesperado. Lleva dos semanas visitando las dependencias gubernamentales. Un día lo hizo desde las cuatro de la mañana, pero fue en vano. “¿Sabe cuánto va a durar esto? ¿Cuándo va a acabar la pandemia?”, pregunta. Insiste.
No lo dice así, pero él espera un milagro. “Estoy rentando un cuarto, pero ya se acabó el dinero y debo seguir para enviar (dinero) a mis hijos aunque sea unas mil lempiras (40 dólares)”. Anderson dice que ‘cuando esto acabe’, va a seguir al Norte, “aunque sea a Monterrey (noreste de México), porque allá sí hay trabajo”.
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La presencia de los deportados desde Estados Unidos, que se encuentran varados en la frontera, también ha provocado algunas tensiones en poblados como Talismán, una comunidad rodeada de montañas, ubicada en la línea que divide México con Guatemala.
Al amanecer del 8 de abril, nueve autobuses con alrededor de 480 migrantes se estacionaron a unos 300 metros del puente fronterizo con Guatemala. Encontraron cerrada la frontera por policías y militares de ese país. Estas personas habían sido protagonistas de reclamos a las autoridades migratorias en al menos cuatro estaciones desde una semana antes, en las cuales demandaban ser llevados a sus países de origen.
El caso más destacado de estas protestas ocurrió el 31 de marzo cuando un migrante de Guatemala, quien viajaba con su esposa y un hijo, murió asfixiado en la estación de Tenosique, Tabasco, cuando otros de ellos prendieron fuego a los colchones. “Alrededor de las 19:45, un grupo de hombres-en su mayoría originarios de Honduras– (…) incendió colchonetas como medio de presión para exigir el retorno a su país de origen, tras el cierre de fronteras derivado de la contingencia sanitaria”, informó en un comunicado la Secretaría de Gobernación de México.
El ocho de abril, ante la imposibilidad de volver a sus países, un grupo de los 480 migrantes empezó a caminar rumbo al centro del poblado de Talismán. Eso encendió las alarmas entre la población local, quienes les cerraron el paso. Llegó la Policía, el Ejército mexicano, “y gracias a Dios pudimos regresar a esas personas (…) desconocemos si los migrantes vienen enfermos. El acuerdo es no permitir el paso de estas personas”, dijo Virgilio Castillo.
A partir de ese día los lugareños instalaron un campamento formal a orilla de la carretera. El mensaje fue que se cerraban para evitar el contagio. Es lo mismo que sucedió en algunos sitios de Guatemala.
Crispin García, vicepresidente de la junta directiva de los 48 cantones de Totonicapán, explica que, cuando llega un deportado, la familia debe avisar a la municipalidad. En el vecino departamento de Quetzaltenango, el alcalde prohibió en un primer momento la entrada a los migrantes que llegan por tierra desde México. Flexibilizó la medida, lo que permitió habilitar un albergue dentro de un centro recreativo estatal, llamado Atanasio Tzul. Los vecinos se opusieron.
“¡Qué se los lleven! ¡Nosotros, señores, aquí estamos arriesgando la vida de nosotros y de nuestra familia. Nosotros no estamos pidiendo otra cosa más que se los lleven! ¡Qué se vayan! ¡Los llevan o los quemamos!”, gritaron los vecinos afuera del lugar la tarde del 15 de abril, cuatro días antes que se encendieran las alarmas con la llegada de un deportado al pueblo Santa Catarina Palopó.
En este nuevo caso se trataba de 80 deportados. “Si los que vienen en avión vienen contaminados ya no digamos los que vienen vía terrestre. Esa es la preocupación”, dice Oscar Nimatuj, líder de vecinos. Aunque muchos de sus compañeros llevaron palos y gritaron enardecidos, él “aclara” que no había una intención real de quemar nada, pero sí de pedir que los desalojaran para evitar contagios. Dejaron allí a los migrantes durante cinco días y después los enviaron a cuarentena a sus casas. Uno de ellos resultó ser positivo en la prueba de coronavirus según las autoridades guatemaltecas.
Foto principal: Un migrante guatemalteco mira a través de la ventanilla de un autobús después de ser deportado de Houston, Texas, EEUU, junto a otros 74 migrantes, el lunes 4 de mayo del 2020.Foto\Oliver de Ros
*Otras Miradas es una alianza de periodismo colaborativo integrada por medios independientes de México y Centroamérica. Como parte de esta iniciativa presentamos la serie “Coronavirus desde otras miradas” en la que participan Desinformémonos (México), Chiapas Paralelo (México), Agencia Ocote (Guatemala), No-Ficción (Guatemala), Gato Encerrado (El Salvador), Contracorriente (Honduras), Radio Progreso (Honduras) Nicaragua Investiga (Nicaragua), Onda Local (Nicaragua) y Confidencial (Nicaragua).
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