El 10 de enero de 2022 Daniel Ortega y Rosario Murillo se preparaban para realizar un acto de retoma del poder después de un proceso electoral ampliamente cuestionado. Miles de sandinistas compartían publicaciones de celebración en sus redes sociales, pero en un pequeño escritorio en el Juzgado Único de Audiencias Penales de Matagalpa, una mujer vivía un dilema personal enorme.
Ese día, Arlen Escoto Cruz, quien se desempeñaba como secretaria de esa dependencia a cargo de la presidenta de AJUMANIC Maribel Parrilla, había tomado una decisión que cambiaba su vida, pero al mismo tiempo le regresaba la paz que había perdido desde abril de 2018, cuando los principios sandinistas que le habían inculcado por años en una familia con militancia histórica se vieron contrapuestos con la realidad: un partido de terror que usó armas de guerra contra civiles y que derrumbó todas las normas éticas y morales para sostenerse en el poder.
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“Yo con mis principios yo ya no encajaba ahí, lo miraba todo mal y empecé a decirme que no debía estar ahí en ese lugar”, nos cuenta Arlen en una larga llamada telefónica desde su abrupto exilio.
Aquella mañana, mientras Arlen se dejaba atrapar por las dudas y los temores que implican abandonar al sandinismo, venían a su mente imágenes cortas y rápidas, pero muy dolorosas de los últimos cuatro años de represión.
El dolor más grande se lo causaba una sola imagen; la de su tío torturado. Roberto Cruz fue preso político, participó en las protestas de abril de 2018 y fue acusado luego de tres cargos criminales. Roberto era más que su tío, un hermano. Era dos años menor que ella y se habían criado juntos, tenían las mismas vivencias infantiles y un lazo filial tan fuerte que aquel día, Arlen no dudó en romper todo lo que había creído sobre el partido que perpetró aquellos actos contra su familiar.
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“Lo torturaron, y lo vi físicamente, las cosas que le habían hecho. Salió con una costilla rota, un brazo dislocado, hematomas en su cuerpo, y cómo iba yo a decir que eso no era tortura”, relata.
Paramilitarismo institucional
Arlen dice que vio cómo el Poder Judicial se convertía en un espacio de horror, de donde salían paramilitares para hacer lo que ellos llamaban “patrullar las calles”.
“Sí hubo participación, sí hubo grupos, sí daban gasolina, sí prestaban camionetas”, denunció sin reparo Escoto.
Indicó que después de la brutalidad policial y paramilitar de abril, los trabajadores del Estado pagaron muchas de las consecuencias.
Esos mismos paramilitares, que salían de los Consejos de Liderazgo Sandinista que el gobierno estableció en todas las instituciones del Estado para asegurar la militancia de todos los trabajadores y el control del partido, se encargaron de vigilarlos a todos. Pronto empezó una ola de despidos porque estos grupos identificaron a aquellos que participaron en marchas o que usaron sus redes para manifestar su rechazo a la respuesta estatal.
“Uno se va llenando de más temor y uno decía: cuándo me va a tocar a mí”, nos cuenta.
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Aunque para ese momento ya Arlen estaba clara que no comulgaba más con aquel partido, dice que decidió quedarse por factores que a muchos otros trabajadores del Estado los mantienen en el mismo sitio.
“Yo sé que se cuestiona mucho de porqué aguantamos, pero nosotros teníamos necesidades, nosotros teníamos familia, esa es una parte, lo segundo, el miedo, da miedo decir que no”, asegura y deja claro que no es cualquier cosa ser considerado «traidor» dentro del Frente Sandinista.
Las cosas solo empeoraron para Arlen y para los más de 170 mil trabajadores del Estado. Dice que los obligaron a participar en caminatas y marchas casi todo el tiempo.
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“¿Qué actos vi que me parecían escándalosos? que nos usaran a nosotros los servidores públicos para llenar teatros cuando Laureno cantaba, para andar de visita casa a casa para el Covid cuando no teníamos ninguna preparación, cuando nos hacían ir a las marchas procovid, pro Evo Morales, anti los sacerdotes, nos hacían firmar listados de que queríamos que sacaran a Monseñor Silvio Báez, esas no eran funciones de nosotros”, reclama.
“Una vez yo le dije a alguien, a uno de los dirigentes; ¿por qué hacemos todo esto? y lo que me dijo fue; ‘El Frente no puede perder las calles, tenemos que mantener las calles’, esa era la visión de ellos y nosotros éramos instrumentos, éramos parte del juego de los grandes, necesitaban las calles y ahí estábamos nosotros porque si no nos despedían”, asegura.
Un Poder Judicial corrupto
Arlen perdió su indemnización por 17 años de trabajo en esa dependencia del Poder Judicial, pero sabía que no podía permitirse riesgos. Aquel 10 de enero, tomó sus cosas y salió sin despedirse, sin renunciar formalmente y sin decir a nadie cuáles eran sus planes.
Al día siguiente, estaba haciendo un largo y complejo trayecto hacia Estados Unidos. Ha sido la decisión más difícil de su vida y nos dice con insistencia: “no crea que no tengo miedo por mi familia”.
Sabe cómo opera el partido en el que una vez creyó y dice que “tal vez no es que hasta en ese momento las cosas estuvieran mal, sino que abrí los ojos y llegué a la conclusión de que estaba peor”.
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Ya Arlen había visto cómo el Poder Judicial se convertía en un nido de corrupción e indecencia.
“Las llamadas para determinados casos, los telefonazos que le decíamos nosotros, por ejemplo; hay un caso contra un personaje X, entonces aún antes que inicie el proceso ya han llamado al judicial para que él provea de determinada manera. Intromisión en la independencia judicial”, denuncia.
Pero no solo eso, según Arlen, también había sobornos de por medio en las sentencias judiciales.
“Hay muchos judiciales que tienen nombre y apellido, que los abogados, los litigantes, ya saben cómo recurrir, quiénes reciben pagos para fallar de determinada manera”, asegura.
Además de eso, Arlen recuerda la enorme cantidad de irregularidades en los juicios contra los presos políticos y asegura que las leyes que “se inventaron” solo pretendían castigar a quienes se atrevieron a cuestionar a Daniel Ortega.
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Antes de de su viaje de exilio Arlen caminó por las calles de su barrio para llegar a su casa. Sabía que posiblemente no volvería a pasar por ahí en mucho tiempo y recordaba que “hubo un momento en que yo no podía ni saludar a la gente que conocía, porque eran contrarios al gobierno (…) quién quiere vivir en un país donde no se puede saludar ni al que se conoce para no provocarle a él o a mi problemas, no es justo vivir así, en represión”.
Al empacar su última maleta, dejó que los pensamientos de temor y dudas se fueran. Ella sentía que aquello que tenía ya no era una vida normal. “A veces hay que ser valiente porque uno no puede convertirse en cómplice”, reflexionó mientras tomó sus cosas para irse del país que ya no se miraba más como el que conocía.
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