Rony solo habla el idioma miskito pero su pena puede ser entendida en cualquier lengua. Su pequeña aldea en Nicaragua fue inundada por el huracán Eta y, cuando todavía no se recuperaba del embate, llegó Iota. Ahora se prepara para reconstruir allí mismo.
Perdió «todo» lo que tenía, al igual que el resto de comunitarios de Haulover, una pequeña aldea de la costa del Caribe norte nicaragüense. Sus esperanzas de recuperación aún están empantanadas en el barro que se formó tras las intensas lluvias, y que acabó con el pueblo.
«Yo perdí mi casa, el pozo de agua no sirve, perdí todo, no tengo nada. Estoy viviendo así como estoy (vestido), no tengo (más) ropa, no tengo comida para alimentar a mi familia, no tengo techo», cuenta -con ayuda de un traductor- este hombre de 40 años a la AFP, en su lengua, originaria de Centroamérica.
Haulover, con más de mil habitantes dedicados a la pesca y al cultivo de musáceas, fue arrasada el pasado 3 de noviembre por el huracán Eta, y 13 días después el potente ciclón Iota derribó lo poco que había quedado en pie.
Los animales silvestres y el ganado murieron ahogados o golpeados por la fuerza de los vientos; las palmeras que se extendían con su hermoso verdor a lo largo de la playa y los árboles frutales se cayeron o fueron desnudados por los ciclones, y los botes para la pesca y los pequeños ranchos de madera, abatidos.
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Una franja de tierra que dividía la costa del mar con una laguna que bordea la comunidad desapareció y ahora está cubierta completamente de agua.
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Volver para reconstruir
«Aquí pasaron dos veces los huracanes» en noviembre y «destruyeron las casas», pero «gracias a Dios estamos vivos todavía», afirma el miskito Víctor Rodríguez, de 38 años.
La evacuación de Haulover y otras comunidades costeras a zonas seguras evitó que los ciclones causaran muertos en esta región del Caribe, la más pobre de Nicaragua, donde los indígenas miskitos, mayangnas, afrodescendientes y mestizos sobreviven de los frutos de la naturaleza y el comercio.
Los aldeanos dicen que rechazaron una oferta del gobierno para reubicarse en un lugar más seguro.
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Habituados a enfrentar los desafíos de la naturaleza, varios hombres y mujeres decidieron regresar a reconstruir Haulover, mientras sus familiares esperan en los albergues.
Hace poco, el gobierno les donó láminas de zinc para reparar los techos de las casas y bidones de agua, y una iglesia cristiana les suministró alimentos como arroz y frijoles, básicos en la dieta local.
Por las noches duermen en hamacas al aire libre o bajo los techos que van reparando, mientras las mujeres se encargan de la alimentación.
Los comunitarios quieren ir a buscar sus pertenencias, camas y tablones de madera que salieron volando de sus casas durante la tormenta, pero para eso necesitan conseguir motosierras, hachas, guantes y botas de hule para abrirse camino entre la maleza.
También buscan levantar su iglesia y los colegios de la comunidad, cuenta Víctor Chow, juez (autoridad) del lugar.
«Necesitamos ayuda para los niños porque están bastante afectados por la situación que ha dejado el huracán», dice Chow, de 55 años.
Haulover, que durante la revolución de los años 80 fue escenario de enfrentamientos entre el ejército sandinista y los rebeldes de la ex Contra -que dejaron varios muertos cuyos cadáveres se lanzaron en la laguna de la comunidad- parece decidida a volver a levantarse.
Una situación similar viven Bilwi, principal ciudad del Caribe norte nicaragüense, y numerosas comunidades indígenas que sufrieron serios daños tras el paso de Eta e Iota.
Centroamérica, una de las regiones más vulnerables al cambio climático, es azotada regularmente por fenómenos naturales.
El calentamiento global produce un aumento de temperatura en las capas superficiales de los océanos, lo cual genera huracanes y tormentas más poderosos y con mayor cantidad de agua.
Constituyen una amenaza más peligrosa para las comunidades costeras, según estudios del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
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