El Caribe Sur de Nicaragua es un territorio rico en tradiciones culturales, ancestrales y gastronómicas, compuesto por doce municipios en los que habitan seis etnias, cada una con su propia forma de vida, idiosincrasia y lengua autóctona.
A pesar de sus diferencias, parece haber un factor común entre la mayoría de estos grupos étnicos: su apego religioso, herencia de la colonización española e inglesa.
La etnia Ulwa, al igual que la mayoría de pueblos indígenas del Caribe, registra altos índices de pobreza y de desarrollo humano. Se asienta en la desembocadura del Río Grande, con una población que se aproxima a los cinco mil habitantes.
Los ulwas pertenecen en su mayoría, a la religión Morava y los líderes comunitarios y síndigos se encargan de asegurarse que todos los habitantes cumplan las inquebrantables reglas de su congregación.
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La diversidad sexual es percibida en las comunidades indígenas como pecado, una imperfección que merece un castigo divino, una maldición que indica que algo se ha hecho mal en la familia, ese es el entorno que vulnera los derechos de las personas LGBTQ+ en esos territorios.
“Me daba miedo salir a la calle”
Yasmir Palmiston creció en territorio ulwa, en el municipio de Karawala. Es el primero de tres hermanos, el primogénito. Según la tradición, el segundo hombre a cargo del hogar. Debe ser “muy masculino y fuerte” para proteger a la familia en caso de que su padre falte.
De niño, Yasmir jugaba fútbol y acompañaba a sus padres a la iglesia, a la que asistían de forma estricta cada domingo como la mayoría de familias tradicionales de la comunidad. Pero no era lo que quería hacer. Miraba a sus primas más pequeñas jugar con muñecas y sentía muchas ganas de sumarse, pero sabía que eso le traería fuertes amonestaciones.
“Yo nunca tuve el valor de decirle a mis padres (que me sentía mujer), pero yo me imagino que ellos ya sabían lo que yo era”, dice Yasmir, que asegura que en algún momento de su infancia llegó a sentir mucha soledad por no poder ser como su familia esperaba que fuera. “Yo necesitaba el cariño, el amor y el aprecio de ellos”, afirma.
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A medida que Yasmir crecía, su papá empezó a percatarse que el muchacho tenía un comportamiento más femenino que masculino y que le gustaba ponerse ropa de mujer. Al principio no lo aceptaba y le exigía que se comportara como los otros hombres de su familia y que se vistiera como socialmente se aceptaba que un hombre lo hiciera. Su mamá, Luisa Oscilo, fue más comprensiva, pero lo pensó entonces y lo piensa hoy; “eso es un gran pecado”, dice cuando le consultamos sobre la identidad de género de su hijo.
Luisa lleva 20 años de convivencia con el papá de Yasmir. Trató de hacer ver muchas veces a su hijo que “tenía que componerse”, pero no lo logró. A pesar de las advertencias de “castigos divinos” y hasta sospechas de “maldiciones”, Yasmir nunca consideró su identidad de género como algo malo y decidió desafiar el fundamentalismo religioso de su etnia. Pero fue imposible.
“Me daba miedo salir a la calle”, confiesa. “Cuando yo estudiaba no me querían integrar en un grupo, me rechazaban, los chavalos me vulgareaban siempre”, nos relata.
Yasmir no se atrevía a vestirse de mujer en la calles de su comunidad, pero a veces lo hacía a escondidas en la seguridad de su pequeño cuarto que, para entonces, se había convertido en el único lugar donde se sentía libre.
Siendo un adolescente que trataba de entender lo que sentía y aceptarse a sí mismo, no era fácil vivir la discriminación a diario, una discriminación que también alcanzaba a su familia.
“Tengo miedo, estoy callada ante lo que diga la gente, pero para mí es sufrir, yo estoy sufriendo en la casa”, dice Luisa sobre las críticas y el rechazo que reciben solo porque Yasmir decidió ser quien sentía que era.
Tyron Aburto, coordinador de una agrupación que defiende los derechos de las personas de la diversidad sexual en el Caribe Sur, explica que en estas comunidades pequeñas y de creencias religiosas tan estrictas, la identidad transgénero “no está bien vista”. Tanto, que, por lo general, se le asocia a “algo satánico”.
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La situación escala al punto que, según Aburto, los líderes comunitarios “van a visitar a los familiares y hasta que los expulsan de la comunidad”, indica.
Yasmir dice que quería evitar que eso sucediera.
“Puede ser que le hagan algo a mi familia (…) no puedo atreverme a que le hagan daño a mi familia por culpa mía”, expresa.
Es por eso que pidió a su papá y a su mamá que le permitieran irse de la comunidad. Pensaba que en otro lugar podía ser quien realmente sentía que era y mantendría a sus seres queridos lejos del rechazo y los peligros de no encajar con la norma heterosexual.
Autodestierro: hacia un lugar “seguro”
Es así como Yasmir llegó a Bluefields, el casco urbano del Caribe Sur. Aunque en ese lugar tiene la libertad de expresarse de acuerdo con su identidad de género, para Tyron Aburto, defensor de los derechos de la comunidad LGBTIQ+ y también trans, esto no siempre suele pasar, porque quienes se autodestierran de comunidades indígenas, se exponen a la discriminación múltiple. No solo por su orientación sexual, sino además por su etnia, por su nivel educativo o por su condición socioeconómica, volviendo mucho más difícil sus posibilidades de desarrollarse e integrarse a la sociedad.
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Para el psicólogo Kesly Kelly, las heridas del autodestierro son profundas. Explica que de por sí, la persona trans ya viene emocional y psicológicamente afectada por todo lo que implica haber transitado por el descubrimiento de su identidad, donde prevalece “la negación, es decir, su ser niega lo que siente y calla, porque al decirlo en voz alta se vuelve una realidad, la cual no están preparados para combatir”, pero además, han vivido el rechazo de su familia y esto pudo haberles ocasionado “estrés, depresión, ansiedad o miedo”.
Si a eso se le suma el dolor de alejarse de su entorno conocido y enfrentarse en solitario a una nueva vida, en una ciudad distinta, “es asumir todos estos problemas que representa salir de tu comunidad”, dice Kelly.
Tayron Aburto afirma que han conocido casos de jóvenes trans que se han quitado la vida por no poder superar estos retos, pero no hay registros oficiales.
Tampoco hay registros sobre denuncias de violación a los derechos humanos de la comunidad LGBTIQ+ en zonas indígenas, dice Braulio Abarca, del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca +.
Abarca indica que “la mayoría de violaciones a los derechos humanos que se cometen en las comunidades indígenas quedan prácticamente impunes porque no hay forma de poder darles seguimiento porque es casi imposible que las organizaciones de derechos humanos puedan acceder a estos lugares que en la mayoría de la veces quedan aislados o son de difícil acceso”. El gobierno tampoco ofrece estadísticas.
El Caribe nicaragüense es desde hace décadas la zona socialmente más vulnerable del país. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos indica que esta zona de Nicaragua registra los niveles más altos de analfabetismo, desnutrición, dificultad para acceder a servicios básicos y servicios médicos. Una encuesta de FIDEG publicada en 2019 refleja que 22.4% de la población del Caribe vive en pobreza general y 3.8% en pobreza extrema.
Este abandono estatal favorece el entorno de discriminación a la población sexualmente diversa. No hay campañas educativas, ni entidades que vigilen el respeto a la integridad y dignidad de este grupo poblacional, mucho menos programas de integración que les permitan acceder a oportunidades de desarrollo y de empleo en igualdad de condiciones. Es una realidad casi generalizada en todo el país para las personas LGBTIQ+, pero se agudiza más en el Caribe por los factores ya señalados.
“Estas personas tienen bastantes riesgos porque cuando son corridos de sus hogares ejercen muchas veces el trabajo sexual, muchas veces (son víctimas de) trata de personas”, explica Tyron Aburto.
Yasmir cumplió su sueño en Bluefields; estudió estilismo, encontró trabajo en un salón de belleza y dedica su tiempo libre a cantar y bailar siendo Alondra Caliz.
“Yo me trasvisto de mujer porque eso es lo que me hace sentir alegría”, dice mientras nos muestra con entusiasmo sus vestidos y maquillajes.
“Me siento súper feliz, porque yo siento que estando en una ciudad avanzada o desarrollada, estoy libre de esas lágrimas que muchas veces he sufrido”, relata.
Sin embargo, Bluefields no es el lugar de ensueños para una mujer trans como Yasmir cree.
Jacob Ellis lo sabe bien. Es un chico trans afrodescendiente, que trabajaba como activista de derechos humanos y LGBTIQ+ en su ciudad; El Bluff, un puerto de carga que queda a unos 12 kilómetros de Bluefields.
Viajó hasta el casco urbano luego de haber pasado una situación de rechazo en su comunidad muy parecida a la que vivió Yasmir. Creyendo que Bluefields sería un mejor lugar para alguien que se vestía de hombre siendo biológicamente mujer, para sentir libertad de expresar su identidad de género, no dudó en enfrentarse a una vida nueva y empezar de cero.
Parecía que Bluefields cumplía la promesa, hasta abril de 2018. Su participación en las protestas antigubernamentales de ese año la convirtieron en víctima de asedio, amenazas y un sinnúmero arbitrariedades por parte de los fanáticos de la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Bluefields.
Los simpatizantes del oficialismo utilizaron su identidad de género para lanzar ataques en su contra y campañas de desprestigio.
La discriminación que vivía Jacob lo llevó a aislarse y limitar al extremo sus relaciones sociales, hasta el punto de no tener comunicación con personas heterosexuales, ya que percibía el rechazo, la exclusión y crítica social.
En ese momento se dio cuenta de que aunque en la sociedad parezcan aceptarte siendo una persona sexualmente diversa, basta que pase algo por lo que quieran herirte para mostrar públicamente que consideran la transexualidad como “un defecto o algo por lo que se pueda hacer burlas o decir que estás mal”.
“Yo me siento más tuani cuando yo ando con gente de mi población que son sexualmente diversa, porque allí es donde nos respetamos”, asegura.
No hay donde huir
Ante la falta de políticas estatales para proteger a las personas trans, ningún lugar está libre del rechazo y el odio de quienes los miran como “diabólicos” o simplemente creen que no deberían existir.
En marzo de 2021 el caso de Lala conmocionó al país. La mujer trans fue asesinada en Somotillo, Chinandega, en el occidente.
Bernardo Pastrana y Jorge Mondragón, la ataron a las patas de un caballo y la arrastraron por 400 metros. Luego la mataron a pedradas. Solo tenía 23 años.
El 15 de agosto de 2022, en Masaya, los medios informaron sobre otro crimen de odio. Cristhian Ruiz, una mujer trans de 43 años murió a garrotazos a mano de cinco atacantes.
José López, de la Mesa Nacional LGBTIQ+ dijo al diario La Prensa que “Las investigaciones han demostrado que en América Latina la edad promedio de vida de una mujer transgénero es de 35 años” y aseguró que esto “da una idea del altísimo nivel de violencia que sufren”.
La capital no escapa de estos males. La Asociación Nicaragüense de Transgéneras ANIT publicó un estudio en 2017. Entrevistaron a 202 mujeres y hombres trans. La mayoría veía como “normal” la violencia y discriminación a la que son expuestas.
Para Jacob darse cuenta que no había lugar seguro llegó de una forma abrupta y dolorosa. La situación era tan amenazante y estresante que también tuvo que huir de Bluefields para resguardar su vida, ya que todo indicaba que su liderazgo incómodo en las protestas del 2018 podrían ser causa de un arresto, la más común y duras de las represalias políticas impuestas por el actual régimen.
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“La gente me dice que yo soy muestra de resistencia, por que yo quiero cambiar ese lema, que las leyes serán leyes hasta que sean respetadas y mientras yo pueda hacer algo por mi poblaciones o por las luchas en las que yo estoy yo siempre voy a estar allí” enfatiza Ellis.
Jacob Ellis tiene cuatro años en el exilio y asegura que aún en destierro, no hay nada que le inspire más que poder ayudar a otras mujeres trans a aceptarse y a caminar hacia la libertad de ser ellas mismas por encima del rechazo social.
Un Estado ausente
Tayron Aburto nos dice que los casos de autodestierro de mujeres trans indígenas y afrodescendientes son más frecuentes de lo que se quisiera en el Caribe, pero se vuelve al problema de siempre: no hay registros.
Samira Montiel, es la primera Procuradora Especial de la Diversidad Sexual que ha tenido Nicaragua. El puesto estatal establecido hace 13 años, parece una apertura del gobierno para vigilar los derechos humanos de la comunidad LGBTIQ+, pero la visibilidad de la funcionaria es casi nula y se conoce muy poco de los esfuerzos que realizan para ofrecer igualdad de oportunidades y reducir el rechazo y la discriminación en la sociedad, mucho menos con un enfoque geográfico para llegar a territorios indígenas donde el problema es más grave.
El sito web de la Procuraduría tampoco recoge ningún dato de valor ni sobre estadísticas ni sobre programas de incidencia social.
Montiel dijo a un medio de comunicación oficialista hace tres años, que su nombramiento “marcaba un hito en Nicaragua”, porque “en el año 2008 es que el nuevo Código Penal entra en vigencia y se despenaliza la homosexualidad”.
Pero a juicio de Braulio Abarca, defensor de derechos humanos, la comunidad LGBTIQ+ en el país se enfrenta a los mismos obstáculos de siempre y no se notan esfuerzos a gran escala para cambiar esa realidad.
Montiel reconoce que el mayor desafío es “salir de esa marginalidad” para completar un proceso “de visibilidad y reconocimiento” y que lo primero es educar a los mismos funcionarios. No se ha logrado.
En enero de 2020, el diputado sandinista Wilfredo Navarro ofreció unas declaraciones controversiales:
“Queda definitivamente claro que el tema electoral se discute con los partidos políticos, no con gays ni con lesbianas”, aseguró.
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La expresión homofóbica no tuvo mayores repercusiones para el funcionario, que nunca se disculpó y que en reiteradas ocasiones usó la palabra “maricones”, como insulto en contra de sus adversarios políticos. Ningún alto cargo estatal, ni la misma procuradora Montiel dijeron nada sobre el exabrupto.
Volver oculto o no volver
Una publicación de Yasmir en redes sociales vestido de mujer participando en un certamen de belleza gay en Bluefields, fue la revelación pública de su identidad de género, pero también del sufrimiento para su familia que se enfrentó a la burla y rechazo de una comunidad completa.
“Vos nos sos así, Dios cuando me dio un regalo vos eras hombre y siempre sos hombre, pero como madre yo siempre espero una esperanza, que pueda cambiar su mente o su decisión”, nos dice la mamá de Yasmir, que se alegra de ver entrar a su hijo a casa con las mismas ropas con las que un día se marchó.
Yasmir sabe que la única forma de volver a su comunidad para abrazar a su familia es de esa manera; pareciendo lo que las ancestrales costumbres le piden ser: un hombre.
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